ADIÓS (6/3/2010)

lunes, 8 de marzo de 2010
Adiós. Es, con toda seguridad, una de las palabras que más odio. Y, sin embargo, pienso ahora en lo necesario que era pronunciarla de una vez por todas...

Qué en silencio se fue. Qué discreta. Mi bisabuelo habría reído entre dientes de haberlo sabido, dadas sus costumbres cuando, a los 85, aún era una mujer alta y sorprendentemente fuerte a quien aún le quedaban numerosos viajes hasta el lejano cementerio a pie bajo un sol abrasador. El último, sin embargo, fue el viaje más breve y el más lluvioso... por algo será.

En el tanatorio todo es repugnante. Las conversaciones, el ruido, las risas (más abundantes de lo que se suele esperar), los llantos... La gente dice estupideces y, como suele pasar en estos casos, nadie aprueba lo que hace nadie: "Vaya pintas se ha traído para venir aquí, es que no es normal", "Menudo numerito ha montado cuando ha llegado el padre, vaya histérica", "Mírale, se presenta ahora, ¡a buenas horas!", "Joder con ésta, parece que ha venido sólo a criticar", "Es que con las punteras para arriba somos todos muy buenos"...

Y no es sólo eso. Harta de escuchar chorradas de este pelo casi a todas horas, y con el esqueleto destrozado por los asientos -vaya muebles, ¿es que les da igual a los de la funeraria la cantidad de horas que la gente hace allí? Hasta el ataúd parece más cómodo que estos sofás, que destrozan los huesos casi mejor que la misma muerte-, reflexiono en silencio, sin una palabra. La gente se arremolina en torno al cadáver, y murmura lo bien que ha quedado. Comen caramelos y dejan caer los papeles al suelo. Algunos, más al fondo de la sala, conversan animadamente y cuentan cosas que, si no son chistes, se parecen bastante. De vez en cuando -más de lo que quisiera- me levanto y murmuro un desgastado "Gracias" ante la cantidad de gente que me pregunta "Eres nieta de la Conce, ¿verdad?" Y, sin aguardar respuesta, besan el aire fingiendo que sus labios tocan mi rostro: "Te acompaño en el sentimiento". Gracias, gracias, gracias...

El frío es horrible. En la sala todo el mundo está acalorado salvo yo, y, cuando mi hermana Bea y yo salimos a fumar, casi puedo oír a mis pies chillarme que deje de hacer el idiota. La funeraria ofrece unos servicios únicos, especiales y macabros. Mi hermana y yo creímos en un primer momento que ofrecían mechones de pelo de los difuntos, pero luego descubrí con estupor que en realidad hacían una suerte de falsos diamantes con el carbono del cabello y con ellos hacían una monada de pendientes bajo el eslógan "Recuerdos llenos de vida". Paso de comentarle a Bea lo que acabo de ver, porque sé que estas cosas la desagradan especialmente. Y, para colmo, la camarera de la cafetería está bastante alterada, por decirlo con suavidad: tan pronto se ofende porque la pagan con un billete de cinco una cuenta de cuatro euros, como se desboca y regala unos mecheros muy chulos con el nombre de la funeraria y con luz y todo. ¡Qué detallismo, qué entrega para con el cliente!

La despedida del cadáver es, como cabía esperar, muy dura. Mientras puedes verlo allí, tras el cristal, parece que todo tiene un orden y un sentido. Pero repentinamente recuerdas qué es lo que estás esperando y quieres mirar su rostro, no dejar de verlo para conservar una imagen nítida, pero las cortinas que caen de súbito te lo impiden. "Ya no la vemos más", dice alguien. Ya lo sabemos, cállate la boca, qué ganas de regodearse...

La misa me pone enferma. Las palabras del cura me parecen huecas y carentes de sentido, y las respuestas de la multitud, balidos estúpidos e incoherentes. Ahora sí que tengo frío... Y no dejo de pensar en lo horrible que va a ser el entierro, con toda esa lluvia y ese cielo que parece colgado de un hilo de tristeza a punto de quebrarse. Desde la iglesia se oye el ruido de la lluvia, que para nuestra desesperación no ha cesado en toda la mañana y promete dar más y mejores llantos sobre nuestros cogotes. Observo el ataúd; parece increíble que ella esté allí, con sus 100 años y 8 meses. Y con su columna rígida, más que nunca en los últimos años. Al fin...

El cementerio está terriblemente cruel con aquella lluvia y las dos tumbas abiertas -eran dos los que habían muerto el mismo día en el pueblo-. Y peligroso, con el mármol resbaladizo del suelo en el que se refleja el blanco cielo sangrante y con las varillas de los paraguas ávidas por clavarse en los ojos. Rodeo a mi madre con el brazo, sabiendo que su llanto no sólo se derrama por su abuela... sino también por su padre, que tantos años llevaba ya ocupando el panteón contiguo.

Cuando vuelvo a mirar la tumba de mi bisabuela, las coronas de flores han llegado hasta allí misteriosamente, con el silencio y la discreción que les confieren los grises enterradores. Cómo los admiro. Contemplo, extasiada, cómo uno de ellos se mete bajo la gruesa losa de mármol y ayuda desde dentro a bajar el féretro. Adiós, Valentina, adiós... ya te quedas para siempre, tan sola, con otro muerto que no te va a contar nada, con el frío que hace y lo que llueve. Desaparecen las claras vetas de madera en la siniestra y húmeda oscuridad de la cavidad en el mármol... y vuelve a aparecer la cuerda con la que se bajó la caja. Y, a continuación, el trabajador, que rechaza la ayuda para salir y lo hace él solo, aupándose con unos brazos fuertes y sacudiéndose la ropa con expresión de fatiga. Mirar cómo sellan el sepulcro asusta... de ahí no escapa nadie. Con alivio, noto que hace un rato que las lágrimas recorren mi rostro. Y respiro mientras me meto entre los pliegues del abrigo de mi padre, que parece, como yo, un negro cuervo posado sobre las barrocas cruces.

Cuánto necesitaba llorar... pensaba que no ocurriría nunca. El suelo está salpicado del rojo sangre de los pétalos de las flores, que flotan en los charcos y se me antojan preciosos. Y, cuando nos acercamos a la puerta del cementerio, compruebo, anonadada, que la lluvia va cesando. Y que, antes de subir al coche, ya ha cesado. Para todo el día.

Pensaba en el coche, mientras en vano me frotaba el cuerpo para alejar el frío, en lo vivido en las últimas horas. Se -y me- hacía mi hermana en el tanatorio esas preguntas que tanto odio. "¿Dónde estará?" Sin darme tiempo a encogerme de hombros siquiera, mi pulgar señaló el féretro aún abierto. "¿En serio crees eso?". Decía mi padre que, si el ser humano tiene a veces el aguante que tiene, debe de ser porque hay algo. Ojalá pudiese creerlo. Y ojalá pudiese creer que él piensa eso en realidad. Pero no puedo. Adiós, Valentina.

1 hojas secas:

Anónimo dijo...

Tetricamente fluido..., muy bueno...un saludo

http://www.myspace.com/sharonbates

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