A su ausencia

jueves, 4 de noviembre de 2010

Sentir tu aliento
al dar con mis huesos
en el colchón.

En la oscura habitación
salva distancia y tiempo
y llega hasta mí tu voz
para apagar mi sueño.
Vuelven a mí momentos,
me muerde tu recuerdo;
me escuece cada lugar
donde dejaste
sin respirar
tus besos;
hierve la sangre
en mi cuello
si recuerdo tu mirada.

Flotando en gotas de nada
ante mi rostro pálido
se retuerce esa semana,
regalo del verano.
Llena tu ausencia el aire
más que tu propio cuerpo,
quema más tu falta
que las horas de desvelo,
duele más no verte
que no echarte de menos,
se clava más tu recuerdo
que la aguja del reloj.
Que el deseo de hablarte.
De volver a oir tu voz.

¿Y qué si dedico
mi tiempo
a imaginar
que te amo?
No sé quién me dijo
que aquello
sería malo.
Soñarte a mi lado
es la fantasía
más bella:
si no lo hago dormida,
quiero soñarte despierta.

jueves, 21 de octubre de 2010
Prado
de la Magdalena.
12:43
del 17 de septiembre
de 2010.
Hay bullicio.
Hay gente
que entra.
Que sale.
Que conversa.
El inicio
de un nuevo
todo.


Luz
entre grisácea
y blanquecina
llueve a raudales
del cielo plomizo.
Y yo sueño
con un azul.
De pie, contemplo
a las personas,
el firmamento
y la nada inmensa
que late
inquieta
tras ÉL.

En las macetas
crecen cigarros.
Esperan los filtros
a ser recogidos
por manos
forradas en guantes.

Sobre la tierra estéril
flota un humo
gris azulado
y se retuercen como gusanos
papeles sucios y negros
con olor a tabaco
y a tiempo.

No, no hay flores
en las macetas.
Quizá no sea lugar
para ellas
un mundo sin colores.
Quizá crezcan,
sin que nadie lo sepa,
en los corazones
de esta gente
que entra,
que sale,
que conversa.


Humean las macetas
a las 12.43
del 17 de septiembre
de 2010.
Un día cualquiera,
a una hora cualquiera
todo puede cambiar.
O permanecer igual.
Sólo es cuestión
de elegir opciones.
Y en un lugar
y un momento cualquiera,
hay millones.
¿Por qué no...?

TRANSGENIA

miércoles, 22 de septiembre de 2010

"Es un mal día para los ciudadanos y para el medio ambiente". Éstas son las lamentaciones de Greenpeace. Quizá este día estaba por llegar. Unos cuantos (no pocos) veíamos con recelo acercarse este momento: el momento en que los gobiernos hallasen el modo de no escuchar las voces de los ciudadanos, ya no sólo en lo que a lo económico y social se refiere, sino además en lo más importante del mundo: la salud. Más importante que lo que nosotros tengamos que decir sobre lo que nos llevamos a la boca, más importante que nuestro criterio sobre lo que nos metemos en el cuerpo, más importante que nuestra información sobre aquello en lo que podemos convertirnos nosotros y las generaciones venideras es el interés de las industrias alimentarias. El sistema liberal ha adquirido unas dimensiones tan monstruosas que ha llegado al punto de poder darnos a elegir: "come esto o muérete de hambre. Se trata de un producto nuevo, sabroso, brillante. Más barato para nosotros. Más abundante. Mejor para nuestras estructuras productivas". Estructuras, por otra parte, que, si bien un día (tremendamente lejano y, por qué no decirlo, corto) estuvieron al servicio de la humanidad, hoy no sirven sino para destruirla. Para utilizarla. Para someterla. Para ponerla de rodillas ante un sistema pútrido manejado por unos pseudohombres que no dudan en exprimir a cualquiera si con ello vana  obtener un céntimo más. Es fácil: si con la pasividad de una buena parte de la población no es suficiente, si la inquietud estorba en el camino hacia la riqueza más inmunda, destruyámosla. ¿Cómo? Dividiendo a quienes se oponen. ¿De qué sirven estas nuevas regulaciones, si no es para que las protestas no puedan realizarse a nivel global? Es así como consiguen situarnos a un nivel inferior: nos impiden combatir a la misma altura a la que ellos lo hacen. Ellos obran a escala internacional, a nosotros nos lo impiden. Ahora que los ojos van abriéndose, conviene ir atando las muñecas para que no puedan obrar. Así se construye la injusticia. Así se vuelca el equilibrio de todo un planeta. No sólo en el ámbito ecológico, sino también en el humano. No olvidemos el contexto: un mundo donde 925 millones de personas sufren hambre, donde cada 6 segundos un niño muere por malnutrición. En un lugar como éste parece haber lugar, en una maravillosa región llamada Europa, para aquellos que pretenden poner en riesgo la salud de los ciudadanos, sin que su voluntad iontervenga en ningún momento, con el único propósito de llenar los bolsillos un poco más. Otro poco más. ¡Viva el sistema demócrata! ¡Viva la Unión Europea!

INCONSCIENCIA

viernes, 17 de septiembre de 2010
Aquí estoy. Aquí estoy otra vez, frente al teclado. cierro los ojos, tomo aire. Expiro, abro los ojos. La luz que entra por la ventana se torna rojiza por unos instantes. Mis dedos se mueven con rapidez sobre el teclado y transmiten lo que siento segundos después de que haya ocurrido. Y sólo eso me parece fantástico.

El aire entra y sale de mi cuerpo copn facilidad y aplomo, más real que el propio hilo de mis pensamientos, sabedor incluso de la necesidad de su existencia. De su falta de contingencia. No quiero pensar, sólo escribir.  Hago un esfuerzo. Pienso. Pienso en que pienso. Pienso en la manera en la que pienso en que pienso. Mierda, mi cerebro ha vuelto a quedarse conmigo. Pero no importa, todo está bien. Nuestro cuerpo gusta de traicionarnos para recordarnos que estamos vivos y latimos, y palpitamos. Y palpamos. Palpamos nuestro propio ser intrigados, seguros de saber que en él hay algo que desconocemos, algo secreto y salvaje que no sabemos si amar o temer.


Nos levantamos. Nos duchamos. Nos vestimos, desayunamos, salimos de casa con un rumbo tan definido que aún podemos saborear los retazos de sueño que han quedado en nuestro paladar. Fumar. Entrar. Saludar. Abrir, cerrar, entornar puertas. Sentarse y trabajar. Estudiar. Conversar banal y aburridamente. Conversar más interesadamente. Comer. Fumar. Cobrar -quizá-. Manejar tuberías, ladrillos, datos, cabellos, niños, documentos. Parpadear. Suspirar mirando el reloj. Hablar por teléfono para avisar de la tardanza. Pasar las páginas de un manoseado periódico. Fumar, esperar, bostezar. Caminar de nuevo a casa. Saludar -o no-, cenar, ver la televisión, leer, dormir.

Sí, nos aterra descubrir que en nuestro interior hay algo, una molécula, quizá una descarga eléctrica, ¿quién sabe?, que se niega. Que quiere ser consciente de todo eso. Que nos abofetearía si se cruzase con nosotros por la calle mientras vocearía "¡DESPIERTA!". Quizá nos dé pánico encontrarnos con nuestro propio rostro. Quizá temamos descubrir que llevamos una vida que no deseamos. Quizá nos aterre contemplar con estupor el muro que nos rodea y que nosotros mismos hemos construido. No es necesario derrumbarlo, no es necesario tirar nuestro pasado por la borda. Sólo se trata de saber asomarse por encima del muro a menudo y contemplar la inmensa belleza que hay tras él.

Otro ladrillo en el muro



DESMOTIVÉMONOS

viernes, 10 de septiembre de 2010
Hace algún tiempo descubrí la página desmotivaciones.es y me lo he pasado genial con ella. No sólo viendo lo que hacían los demás, sino también haciendo cosillas como éstas. A ver qué tal se me da desmotivar al personal:





















jueves, 9 de septiembre de 2010
Siendo tan maravilloso sonreír, ¿por qué no hacerlo más a menudo?¿Por qué no cantar?

REFRANERO POPULAR

martes, 7 de septiembre de 2010
Lo que mal empieza, mal acaba; porque empezar es el comienzo del acabar. Y ¿cuándo será el final del mundo? Con la muerte. Y las penas no matan, pero ayudan a morir. Así que el final del mundo llegará con las penas. Luego... ¿para qué disgustarse? El optimista algo amasa, y el pesimista, fracasa. A buen entendedor, pocas palabras le bastan.

FUERA DE MÍ

miércoles, 28 de julio de 2010
Recuerdo, con una nitidez apabullante, todos y cada uno de los días de aquel verano que aún parece tan terriblemente cercano. Recuerdo los desvanecimientos, los mareos, los temblores. Las lágrimas, el dolor. Los dolores. Y el terror. El terror, sí. El pánico absoluto, la constante pregunta: ¿mañana será otro día igual? ¿Será otro día como éste? 











Sí, ésa era la respuesta: el vacío. El silencio. Y el horror; el horror de saber que, efectivamente, así sería el día siguiente, y el otro, y el de dentro de dos semanas, de dos meses... de dos años... El horror. Y la incertidumbre. En cierto modo, poco solía importarme qué ocurriría conmigo, si es que algún día fuese a ocurrir algo. Es mucho más doloroso pararse a pensar si realmente nos importa o no, porque con frecuencia descubrimos que sí. Y eso es terrible, porque descubrimos nuestro miedo. En otras ocasiones, descubrimos que no. Y eso es aún peor, porque nuestra vida no vale nada si nada nos ata a nosotros mismos.

Parecía que aquel verano no acabaría nunca... que aquel tormento jamás llegaría a su fin. Y el único sueño de una persona tan llena de sufrimiento es que todo cese. Aún me visitan en sueños, tanto si duermo como si no, aquellas noches de verano tan frías, tan viscosas, con la cabeza bajo la almohada y un rictus amargo en los labios con las palabras "Muérete. Por favor, muérete. Quiero morirme, quiero morirme, quiero morir, quieromorir, quieromorir,morir,morir,morirmorirmorirmorirmorir..." Aún hoy las recuerdo, y pienso que, desde luego, no son tan lejanas como quisiera. A veces, mordiéndome los labios con rabia, me digo que por supuesto, que claro que no están tan lejos como deberían. Es que deberían estar a años luz, no haber existido; ni siquiera en otra vida... si es que yo fuese capaz de creer en ella. Qué difícil es tener fe en nada, cuando se duda de lo que nuestros propios ojos ven. Cuando todos a tu alrededor aseguran que todo cuanto ves es falso, no queda nada a que aferrarse, sino es la pregunta ¿qué me ata a la puta realidad, si es que existe?

En cualquier caso, parece que todo pasa. La vida fluye como un torrente de chorros cristalinos y, en ocasiones, dolorosos y agudos; y nos deja un sabor amargo enlos labios que el tiempo va borrando y sustituyendo por otros nuevos. Hoy no cabe mirar atrás (y, no nos engañemos, alrededor) con rencor, con dolor o con angustia. Sólo puedo sentir en el pecho un profundo sentiemiento de gratitud, por todo lo que ha pasado y por el hecho de sentir que depende de mí si eso vuelve o no. Creo que éste es el momento con el que llevo tantos años soñando: no aquél en el que la lucha ha acabado (ya que, de hecho, si no hay nada por lo que luchar la vida puede ser incluso un tremendo castigo), sino esos momentos en los que la lucha se nos antoja fructífera, viable, merecedora del esfuerzo.

La vida vuelve a ser mágica; los acontecimientos vuelven a tener algo que decirme, alguna lección que susurrarme al oído aún dolorido. Caminar por la calle vuelve a ser fácil, sostener la mirada de las personas puede incluso llegar a ser agradable y escuchar conversaciones ajenas vuelve a ser un vicio oculto pero inevitable. Descubro, con estupor de recién nacida, que todo se me antoja bello casi como en una novela ñoña: la perfección de cada pluma en el vuelo de un pájaro crea la más perfecta obra de arquitectura y, sólo por permanecer en un rincón de la calle asistiendo al espectáculo, me puedo dar por afortunada. La sonrisa de una persona cualquiera en la calle me trae un cosquilleo al rostro y me recuerda que, si quiero, también yo puedo forzar las comisuras. Porque soy capaz. Vuelven a mí los placeres cotidianos: dormir al sol, fumar tumbada con los pies en alto, apoyar la cabeza en cualquier rincón de la nada y dejarla correr, salvaje... Porque donde ayer hubo miedo, hoy queda una herida cicatrizada. Donde hubo lágrimas, hoy hay esperanza. Donde hubo frustración, hoy queda optimismo. Porque donde estuvo Umbra, hoy estoy yo.

El mar

viernes, 2 de julio de 2010
Nada más abrir la puerta, Julio notó algo extraño en la atmósfera. Un hedor a soledad y abandono, con retazos tal vez de traición. Tras entrar y cerrar la puerta tras él, recorrió con mirada suspicaz cada rincón del inmenso salón que se extendía ante él. “¿Carla?”, llamó, sin poder evitar un cierto temblor en su voz. Nadie respondió desde las profundidades del monumental chalé. Sin embargo, aquello no significaba nada. En muchas ocasiones, su mujer no le respondía cuando le hablaba, así que podía encontrarse en cualquier rincón de la casa, leyendo o lo que diablos fuera. Julio subió con cierto esfuerzo las escaleras del chalé y se dirigió a la habitación de su esposa. La imagen que se encontró no le sorprendió demasiado: cajones y armarios abiertos, perchas sobre la cama, ni una sola prenda de ropa. Y, coronando el caos reinante, colgaba del techo una grotesca figura: atado a la lámpara se encontraba el fular que él mismo le había regalado por su cumpleaños, atado con un nudo corredizo como si de una horca se tratase. Julio no puedo reprimir la sonrisa que se dibujó en su cara, como un gesto reflejo. Carla siempre había sido algo excéntrica, la verdad. “Bueno”, pensó, “ya está. Se ha ido”. En efecto, para él esto no era, ni mucho menos, una sorpresa. Hacía meses que su mujer y él usaban habitaciones diferentes del gran palacio en miniatura que ocupaban. Él, como director de un importante banco, pasaba largas temporadas fuera de casa y, bueno, el distanciamiento era… inevitable.
Con un suspiro cargado de nostalgia, alivio, o quizá vacío de todo sentimiento, Julio cerró la puerta del dormitorio de su mujer y se dirigió al suyo para cambiarse de ropa. Lo que allí encontró le heló la sangre en las venas, golpeándole el rostro como un fenomenal bofetón. Su caja de caudales estaba abierta y, por supuesto, vacía. Sin poder reaccionar aún, Julio se sentó en el borde de la cama mientras contemplaba el oscuro agujero de la caja, antes ocupado por gruesos fajos de billetes escrupulosamente contados y colocados. Mientras su mente se debatía entre la furia y el desconcierto, su mirada tropezó con una nota sobre la colcha de la cama que contenía la afilada letra de su mujer, de ángulos agudos e imposibles. Los atónitos ojos de Julio la recorrieron con ansiedad: “Cariño, como puedes ver he decidido marcharme, desaparecer de tu vida y no volver a molestarte nunca más. Por eso, me llevo una pequeña ayuda, así no tendré que atosigarte y te dejaré en paz. Sé que no le darás demasiada importancia ni te empeñarás en recuperarlo, porque los dos sabemos de dónde han salido estos milloncitos, ¿verdad? Por si acaso, me he llevado también de recuerdo algunas fotos que dudo que te gustase que salieran a la luz, tú ya me entiendes.” Julio enrojecía conforme sus ojos descendían por el papel, sintiendo la ira ocupar cada músculo de su cuerpo. “Por cierto,” seguí su mujer, He cogido el coche grande para largarme, odio esta ciudad. Y para que no m guardes rencor, te he preparado tu cena favorita. Au revoir!”
La furia se apoderó por completo de Julio, cegando su mente y sus sentidos. Entre gritos y maldiciones, arrojó cuanto encontró a su paso mientras de su boca brotaban espumarajos de pura rabia. Cuando logró calmarse, bajó las escaleras para dirigirse a al cocina en busca de una cerveza. Al reparar en el plato que contenía su cena, un nuevo estallido de cólera nubló su mente. “¡¡PUTA!!”, vociferó al tiempo que arrojaba contra la pared un plano lleno hasta los topes de caracoles. Aquella era su cena. Y Julio odiaba los caracoles como nadie en el mundo.





La playa. Una pequeña cala desierta bañada por el sol y la soledad, donde se agolpaban los susurros de la naturaleza: el murmullo de las olas, los chillidos de las gaviotas, la respiración del ciclo natural que allí se desarrollaba, constante y alegre. La arena descansaba apilada sobre el suelo reflejando suavemente los rayos dorados, como una alfombra que transmitía la certeza de que siempre había estado y estaría en aquel lugar. Los granos, en un tranquilo devenir impulsado por la suave brisa, emitían un tranquilo calor hipnótico, capaz de sumir a cualquiera en un profundo y placentero sueño.
Más allá, el mar. Enorme, salvaje, agua y espuma unidas desplazándose de un lado a otro, emitiendo un rugido cálido y ronco; suave, constante y silbante; goteantes las finas hebras del líquido entre los ángulos de las lejanas rocas.

La playa. El mar. La arena. Y sobre ella, como un penacho de flores que alabaran la naturaleza pura, una mujer. Su cuerpo semidesnudo recostado sobre una pequeña toalla estirado, más sumiso a las formas de la arena, al calor del astro rey y los sonidos circundantes que a la propia voluntad de su dueña, abstraída en los pensamientos inútiles que a menudo visitan la mente en verano a modo de pasatiempo: “el mar, ¿refleja el color del cielo? ¿O es el cielo el que refleja el color del mar?” Como acto involuntario, sus labios se curvaron enana sonrisa momentánea, para luego volver a su posición anterior; entreabiertos, húmedos y salados, formando la pronunciación de una deliciosa letra “e” que moría en su garganta, sin llegar a ser nunca producida por sus cuerdas vocales. Entre sus pies de dedos largos y sus estiradas piernas de bronce se deslizaba la arena con la que jugueteaba y que le regalaba su calor. Su vientre subía y bajaba sereno al compás de una respiración larga y laxa, la de alguien que no tiene prisa ni nada que hacer y se regodea en su ociosidad. También sus pechos se desplazaban suavemente, inclinados con ligereza hacia direcciones opuestas, como si los oscuros pezones que los coronaban hubiesen reñido entre ellos. Los brazos se alargaban a ambos lados del esbelto cuerpo, capitaneados por sendas manos que contemplaban el transcurrir del tiempo por la piel calienta de la mujer. Ella, mientras con los dedos de la derecha jugueteaba con la arena, enterrándolos entre los granos y dejando que éstos se escurrieran lentamente, sostenía con la izquierda un cigarrillo que se consumía despacio, dejando caer sus restos sobre la arena eterna. A cada calada y expiración del tabaco, ella podía observar cómo el humo ascendía hacia el azul absoluto e inmenso del cielo libre, tan libre como ella. Entre sus párpados entreabiertos podía divisar las redondas y brillantes partículas de plata que el sol depositaba sobre sus pestañas, como un regalo del cielo que desaparecía al abrir los ojos por completo. Como una segunda alfombra, su pelo rodaba salvaje sobre la arena en una maraña de bucles castaños y brillantes, revueltos, libres y salados tras el baño.

“¿Qué hora será?”, se preguntó. El solo hecho de mirar el reloj que se encontraba en su bolsa le producía pereza. “Seguramente, Julio ya habrá llegado a casa –se dijo, con una risita-. Menuda cara de capullo se le habrá quedado”. Suspiró, dejando salir una gran bocanada de aire y humo de su cuerpo, tan liberado y feliz como si hubiera estado haciendo el amor durante horas.

Lo cierto es que en un primer momento la idea del abandono había asustado a Carla, temerosa de dar un salto tan importante en su vida que podía conducirla a la desgracia. Pero ¿qué más desgracia podía tener? Hacía ya tiempo que había descubierto con estupor que Julio la engañaba. Luego llegaron las ausencias, lo silencios o, lo que es peor, las feroces discusiones con objetos volando por toda la casa. ¿Era vida aquello? ¿Era aquello justo? “A la mierda. A la mierda. Que se tire a la zorra de su secretaria las veces que quiera. Total, seguro que ella también alucinaría bastante si viese las fotos… sería divertido. Yo valgo para mucho más que para mujer florero, para tapadera de mis marrones, sé apañármelas sola”. Y, satisfecha, comenzó a buscar a tientas otro cigarrillo cuando, de pronto, algo se interpuso entre ella y el sol, interrumpiendo levemente la agradable sensación de calor que recorría su piel. Abrió los ojos, sorprendida, y se encontró ante ella un joven que la observaba y sonreía con simpatía.

-¡Hola!- exclamó, casi a modo de disculpa-perdona que te moleste, pero no he podido evitar “fijareme” en que estás en el mismo hotel que yo.

Su habla y su acento delataban su origen italiano, detalle que a Carla le resultó sumamente agradable. Sin embargo, cierto recelo, ella inquirió:

-¿Cuál?

-El “Mar de sueño”, ¿no?-respondió él, llevándose las manos al bolsillo del bañador y dejando ver un cuerpo aún más interesante que su acento.

- Sí-sonrió ella-, así es.

Él le tendió una mano mientras se presentaba: -Fabio.

Mientras la estrechaba, ya incorporada, ella respondió: -Carla.

-¿Te gustaría… tomar algo? –Ofreció el joven con timidez.

-De acuerdo, me visto y vamos –Accedió Carla mientras se anudaba el sujetador del bikini. Mientras se vestía, lo observó con curiosidad. –Pareces muy joven, ¿qué edad tienes?

-23 años.

-¿Y has venido aquí tú solo?

-No, no –replicó él distraídamente- vine con mis “patres” a veranear, pero me apetecía “conocere” a alguien con quien salir un poco.

-Genial, entonces. –Sonrió ella. –Aquí me tienes.

“Es simpático,” pensó, “parece un buen chico, habrá que ver lo que pasa…”

-Entonces, ¿puedo invitarte a una “cereveza”? –Sugirió el joven con media sonrisa incrédula.

-No –replicó Carla. Ante el asombro de él, le posó una mano en el hombro y continuó –A ésta invito yo, Fabio. Quiero brindar a la salud de alguien.

Tiempo de despertar

viernes, 21 de mayo de 2010
Otra mañana más, el despertador le cosquilleaba el sueño a través de los oídos dormidos. Perezosa, levantó una mano para detener el molesto sonido que le martilleaba el cerebro y la arrancaba de los algodones del sueño cálido. "Va...", murmuró de labios para dentro, "...va". Se incorporó en la cama y estiró su espalda nudosa, agotada, temblequeante como el lomo de los pájaros que ella misma odiaba coger. Su mente no tardó en desprenderse de los últimos harapos de tela dormida y regresar al mundo de los despiertos. "De los vivos".

Sus pies doloridos y ásperos no parecían haber recibido el aviso de descanso. Aun sintiendo el frío denso de la mañana pegado al suelo, enviaban pequeñas punzadas de dolor a través de sus piernas también  cansadas, y de su tronco polvoriento de preocupaciones, y de su cuello rígido; porque no todos los caminos de esta vida se hacen únicamente con los pies, y eso ella lo sabía muy bien. Demasiado.

En algunas vidas, no hay tiempo para entretenerse. Ni para demasiado descanso. Con una mirada rápida, comprobó que todo estaba en orden. Nada estaba fuera de su sitio. O eso parecía. En la cocina, todo aparentaba la normalidad que había abahndonado la noche anterior. También en el baño, a un primer vistazo. Inquieta, abrió con sigilo la puerta del dormitorio y observó el cuerpo de su hija. Respiraba lenta, profundamente. Dormía. Soñaba. ¿Con qué? Su abuela solía decir que lo que soñamos es mejor que lo que vivimos. "Espero que así sea". Suspiró, notando cómo una relativa calma inundaba su pecho y llenaba sus pulmones.

Entró al cuarto de baño, y sólo cuando llevaba unos instantes dentro algo hizo temblar sus aletas nasales. El olor. Ese terrible olor otra vez. Se levantó del inodoro y miró atentamente el negro agujero donde empezaba el intestino del lavabo, cruel y oscuro. De ahí procedía el dolor. El olor. Agrio y duro, amarillo como nunca. El dolor otra vez, en el pecho, más profundo, más dentro aún, más hacia la espalda, subiendo hacia la cabeza... sin poder evitarlo, golpeó la pared con una mano mientras un agudo sollozo se agolpaba y gorgoteaba en su garganta. Había ocurrido otra vez. Había vuelto a hacerlo.

"¿Por qué lo hace? ¿No nos quiere? ¿Quiere destrozar su vida?" Desde que prometió cambiar, su hija no había dado señales de preocupación por sí misma, ni por seguir los consejos que recibía. Sólo promesas rondaban la casa y yacían sobre el suelo, desplumadas, desnudas, frías. ¿Por qué?, ¿por qué? ¿Por qué ella? ¿Por qué a ellos? ¿No habían sufrido ya bastante? ¿Qué le diría al día siguiente? "Nada. Lo de siempre. Que lo siente y no volverá a pasar. Se va a matar... ¡Se va a matar! ¡Se está matando!"

Entre los cristales que poblaban sus ojos, pudo distinguir, desde la puerta del dormitorio, el peño bulto que se dibujaba en la manta de la cama de su hija. Y recordó... 
Cuando la vio vestida por primera vez en su primera comunión.
Cuando llegó llorando a casa porque su primer amor ni sabía de su existencia.
Cuando se disfrazó de calabaza para entretener a su hermano.
Cuando la llamó por primera vez, un "Mamá" leve, bajito, repetido, brillante como sus ojos.
Cuando la vio por primera vez así, tumbada, en la cuna del hospital... Como un bulto pequeño, indefenso, demasiado para salir y enfrentarse al mundo.
Y recordó, recordó, recordó... Como sólo saben hacerlo las madres, que en un segundo recuerdan la vida de sus hijos mejor que la suya propia, con una intensidad inaudita, revelando detalles con más precisión que la mejor cámara de  fotos. Porque son tantos recuerdos, tan intensos, que atraviesan el pecho todos a la vez, abriendo la carne y provocando un dolor agudo y un sabor seco en la boca. Como a serrín.
"Al menos, sueña con algo mejor..." Musitó en su mente aturdida. De pronto, el cuerpo de su hija se agitó. Su respiración se agitó y se transformó en una serie de quejidos, un cantar plañidero de sirena arrastrada por la corriente, confusa, frustrada, tan fría y sintética como el atún de la sección de congelados. Ella volvió a suspirar -últimamente, al parecer, no existía otra forma de respirar en su mundo- y se giró para dirigirse de nuevo al cuarto de baño y lavar su acongojado cuerpo.
De pronto, algo la  detuvo. Una voz. Una voz leve, bajita, brillante -con ese brillo de la plata vieja, algo sucio, pero noble-. Su hija hablaba, desde el reino onírico le hablaba, le decía algo que ni siquiera ella sabía: "Tenemos tiempo, mamá. Aún tenemos tiempo". Y así permaneció ella, escuchando la voz de su hija como li aquélla fuese la primera vez que la oía. Sólo minutos después se dio cuanta de que no era, ni mucho menos, la hora de levantarse. Entonces, ¿qué la había despertado? Ella había oído el pitido, de eso estaba segura.

"Escúchala. Vuelve a la cama. Aún hay tiempo. Y se acostó, para no dormir más durante el resto de la noche. Para preguntarse si aquélla no había sido una señal de aquello que llaman "reloj biológico".

Devenir en estado incrédulo

Otra vez me encuentro donde siempre. Aquí sentada, parece que el timepo no pasa. Para mí. O, lo que es peor, que no lo hace para los demás. O que se me escurre del regazo por y para siempre. O todo a la vez. O nada.

El sol me deslumbra y, como siempre, no me deja ver el tren. Ni siquiera sé si ésta era mi parada. Quizá estar aquí sentada sea mi sitio en el mundo. O quizá, sin enterarme siquiera, se lo haya robado a alguien. O puede que sí lo supiera y no quiera recordarlo ahora.

Pocas cosas odio más que la autocompasión.


Pero matar el tiempo es difícil en una estación,
si no sabes
qué tren esperas,
ni si debes tomar alguno
o esperar al siguiente.
Me miro las zapatillas, rotas de aguantar en pie.
Estar sentada nunca fue lo mío,
igual que tomar decisiones, o que aguantar el tipo
siempre en el mismo tren.
Quizá no tenga destino.
Quizá tenga muchos,
pero sólo consistan
en conocer todas las paradas
que visito.
O quizá
es lo que escribo
cuando elijo
cambiar de vías.


Nubeh propia


Soy una experta en no usar el tiempo en lo que debería. El otro día me senté ante el ordenador para hacer un trabajo (que haré esta tarde, espero) y, para variar, me encontré a mí misma echando un vistazo a algunos blogs y encontré uno nuevo que me gustó:

Como acostumbro a hacer, comenté algunas cosas que me llamaron la atención y Nubeh, la dueña del blog, me ha hecho este precioso regalo, ¡estoy tan ilusionada como si realmente fuese la última niña de este otoño!Después de todo, esto prueba que cuando no hago lo que debería, hago lo que debo. ¡Muchas gracias!:)

No respondas

lunes, 17 de mayo de 2010
Si me desvelas,
no es porque tú quieras.
Casi.

Si me desnudas,
es sólo con la vista.
Apenas.

Si me ahogas,
es sólo porque quiero
morir en tus brazos.
En ese momento.

Si crees que te quiero,
es sólo porque lamo
tus heridas.
Con las mías.

¿Por qué me agarras
el brazo?
¿Por qué te arranco
las alas?
¿Por qué me levantas
los párpados,
si sabes que no veo?
¿Por qué estás en el aire,
si no respiro apenas?
¿Por qué me sigues tanto,
si nunca me doy la vuelta?
¿Por qué eres tan necesario,
si nunca te uso
como debiera?
martes, 11 de mayo de 2010

¿Y qué si a veces

tengo tantas ganas

de estar

viva?

No es mi culpa

Si no siempre

Tengo tiempo

De hacer

Lo que debo.


Quizá sea cosa

De este cuerpo mío,

Travieso y rítmico.

Ya lo noto,

¡ya lo noto!

Otra vez empieza,

Otra vez desea

Saludar a la mañana

Que nunca contesta,

Porque es ley de vida

Que los humanos

Nos volvamos un poco locos

De vez en cuando

Con las maravillas

De lo más vano.


Fuera, fuera la ropa.

Que me vean,

¿Eso qué importa?

Si sólo quiero

Alcanzar esa barrera

Donde se besan

Cielo y suelo.


Y quisiera correr, correr;

Correr entre esas viñas

Con los pies

Desnudos.

Reír como una niña

Y yacer sobre la tierra,

Que aún no es tiempo

De yacer bajo ella.


Correr, saltar y hundir

Mis dedos

En la blanda arena

Y sentir el grano

Latir bajo mis manos,

Zurcirme las piernas.


Y que llueva,

Que llueva mucho.

Que me empape la piel

De membrillo caduco,

Blanca de tanta quimera,

La misma agua ligera

Que bebí ayer.


Líquido en la cara,

Realidad.

Surcar la libertad

Que encierra esta ventana.

Sentir la piel caliente

Estremecerse

En los otoños

Viejos como el mundo.

Quiero creer (publicado en Artículo 20)

miércoles, 5 de mayo de 2010
Cuentan que durante la I Guerra Mundial, en algún frente perdido en Francia, corría ya el último año del conflicto cuando sucedió algo extraordinario. La Nochebuena volvía a encontrar en un laberinto infernal de trincheras a aquellos soldados asustados como conejos en sus madrigueras, enloquecidos por el silbido de las balas, el rugido de los cañones y el salpicar de la sangre. Con los músculos golpeándoles la piel en un quejido desgarrador, ansiosos por estirarse y salir de su entierro en vida. Soldados que no sabían distinguir entre locura y cordura, pues sólo delirio los rodeaba por todas partes como el mar abraza al náufrago. Máquinas de matar que no sabían trazar la línea entre vida y muerte, pues sólo muerte se respiraba en el aire cargado de pólvora, tierra y carne quemada.

Una trinchera, y más allá de la inaccesible tierra de nadie, otra idéntica repleta de enemigos con las mandíbulas tensas, doloridos los dientes de chocar unos con otros, rígidos los dedos de sostener los pesados fusiles y aguantar sobre sus gatillos en una espera brutal e interminable. De pronto, una voz rasgó el aire cubierto de jirones oscuros de noche y de agua de lluvia fría. Una voz cascada y áspera surgió de una de las trincheras como un grito atroz, que llevaba latiendo en un pecho desde lo que parecía una eternidad. La voz cantaba un villancico. En la trinchera contraria, tras un instante de silencio, se desataron varias gargantas que respondían en un quejido ronco primero, después en una suerte de llanto alegre que se elevaba sobre el humo del tabaco y la pólvora y se mezclaba con las risas y cantos de los soldados del otro bando.


De pronto, las luces de los faroles dejaron ver las siluetas de los combatientes surgiendo de las fauces de la tierra y bailando al son del villancico, compartiendo, entre risas, la bebida y la poca comida que habían conseguido. Y por una noche ellos, los soldados, fueron hombres de nuevo, felices de estar junto a otros hombres, no contra otros soldados. Hombres. Hombres ansiosos de una comida caliente, de un aliento tibio, de una mirada de sus hijos, de un abrazo de sus padres. Hombres con un corazón latiendo bajo la carne dolorida y la piel cubierta de sudor y mugre, que hacía que su ropa se sostuviera sola si se la quitaban. Por una noche dejaron de ser franceses, alemanes, hijos de un país que los enviaba a la muerte, para ser sólo humanos sin armas, con sonrisas, alegría y cantos.

No se sabe si aquello ocurrió realmente o no. Los únicos que podrían afirmarlo, sus protagonistas, han sido borrados del mundo por las balas o por el peso de los años ladrones de memoria. Pero quiero creer que así fue. Por imposible que parezca, quiero creer que aunque sólo fuera por una noche aquellos soldados volvieron a ser personas que habían dejado atrás una vida entera y anhelaban salir de aquel infierno, no seguir matando sin sentido alguno. Quiero creer que aquella noche la humanidad sustituyó a la locura. Quiero creer que esa noche existió. Y que puede existir aún.



Bombardeo al País de Nunca Jamás

miércoles, 28 de abril de 2010

La infancia ya no existe. Este hecho, lamentablemente, ya era así en muchos países del Tercer Mundo, en los que niños con huequecillos entre sus dientes de leche se veían obligados a cargar con unos fusiles que les atenazaban los miembros, o debían trabajar hasta desfallecer para mantener a sus familias, u otro montón de catástrofes más que aún hoy están lejos de desaparecer.




Pero, dejando a un lado esas terribles realidades, tampoco en los países desarrollados la infancia ha sobrevivido. La cultura actual ha superpuesto a las edades jóvenes y adultas –que no maduras- en un nivel superior al resto: superando estas edades, somos progresivamente más decrépitos e inútiles. Y los que no han llegado aún a esos años, los niños…están sentados en una aburrida sala de espera, aguardando impacientes a que llegue su turno para poder hacer todo lo que estas sociedades les han enseñado a soñar. La infancia es un incómodo tiempo de anhelo por llegar a esos efímeros años triunfadores que se esfumarán rápidamente y nos convertirán en personas que nunca fueron niños, pero que ahora son viejas.


Los chavales ya no quieren ser chavales. Ya no quieren jugar, ni leer, ni aprender, ni mantener ese halo de inocencia que arropa a los niños y los protege de la realidad por un tiempo, y que luego suele ser recordado con nostalgia por muchos. A los niños no les interesa protegerse, porque no creen que sea necesario. Lo único que necesitan son alzas para entrar en las discotecas, apariencia para sacar alcohol de los supermercados, y colirio para sus ojos rojos. Y, por supuesto, dinero para poder permitírselo.


Cuando los veo caminar por las calles en grandes grupos, con un aire de fingida seguridad, siento una punzada de angustia y pena en mis entrañas. Y me invade la necesidad de detenerlos y decirles la verdad, la para ellos terrible verdad: que la vida y sus problemas van mucho más allá de ser eternamente jóvenes y guapos, de hacerse amigos de los camareros para tener chupitos gratis, de encontrar un buen sitio para hacer botellón, de tener aliados que les consigan el tabaco y demás. Mucho más allá de ser fotocopias idénticas de lo que ven en televisión, de perder el sentido antes de que llegue la hora de volver a casa y de vomitar en las esquinas. Quisiera decirles todo eso y mucho más. Que se den la oportunidad que otros no tienen de ser niños, de disfrutar algo que nunca volverá. Todo eso y mucho más. Pero sé qué ocurriría: me mirarían con sus pequeños ojos maquillados y muy abiertos, fingiendo escucharme, y sonreirían con condescendencia. Así que me callo y sigo mi camino.


CONVERSACIÓN NOCTURNA

lunes, 19 de abril de 2010
A veces
me acuerdo
suavemente
de ti.
Y recuerdo
de repente
lo intenso
que es
follar.

¿Y SI JESUCRISTO MURIESE DE VIEJO? (Reflexión esquizofrénica sobre un "hipatético" más allá)

lunes, 12 de abril de 2010



¿Por qué las personas necesitan creer en algo? Es una pregunta con una respuesta sencilla: el temor a lo desconocido nos hace precisar teorías que nos permitan suponer, con más o menos seguridad, qué hay después de la muerte. Y, más concretamente, que tras la muerte hay algo mejor. En retrospectiva, vemos que la religión católica siempre ha pregonado bajo la bandera de la posibilidad de un vida eterna y maravillosa junto a Dios si, y sólo si, se cumplen unas determinadas normas. Comienza aquí el conflicto entre evangelio y negocio: ¿dónde está la diferencia? ¿Hasta qué punto es creíble que para disfrutar de una supuesta vida eterna y feliz haya que cumplir un determinado canon? ¿Por qué un individuo que, por ejemplo, envidia a otro, debería expirar una supuesta culpa? No siempre es culpa de las personas sentir rencor o envidia hacia otras, ¿por qué deberían pagarlo?

Hasta aquí, según mi muy humilde punto de vista, resulta inverosímil el hecho de que deba sufrir o, al menos, no ser plenamente feliz en vida para alcanzar una supuesta felicidad tras la muerte. Pero, claro está, muchos están dispuestos a creerlo por dos razones, a saber:

1. En todo caso, resulta más cómodo para algunos creer en una salvación que en el hecho de dejar de existir y de no ver jamás a los seres amados.

2. Culturalmente, la Iglesia presenta estas teorías sin dar pie alguno a plantearse los porqués. Así pues, siempre es más fácil creer de antemano en lo que se nos dice y no pararse a reflexionar sobre algún tipo de alternativa.

En definitiva, el miedo sigue siendo un poderoso motor comercial que permite conseguir del ser humano una suerte de sumisión que resulta más que rentable. No obstante, si bien otras instituciones religiosas juegan también con la necesidad de seguir unas normas para alcanzar la salvación -pensemos en el Nirvana, la reencarnación o cualquier otro tipo de purificación e inmotalidad-, es la Iglesia la que más ha conseguido multinacionalizar este negocio del miedo.

Es humano verse impotente para aceptar la teoría de que todos dejamos de existir. Lo que no lo es es usar esta impotencia y el temor que la acompaña y a partir de ellas crear un sentimiento de culpa por no seguir la serie de normas necesarias para alcanzar la salvación. "Soy humano", piensan los creyentes, temerosos; "no puedo pasar toda mi vida sin cometer un pecado, es imposible". En ese momento es cuando surge la figura del redentor. Es un ser humano nacido para morir, y ésa es su función. Si un supuesto Mesías hubiese llevado la vida que a todos nos cuentan de Jesucristo pero no hubiese sido sacrificado, a nadie le habría importado. ¿De qué le sirve a la gente saber que un tipo hace más de 2.000 años resucitaba a los muertos? En ese supuesto, no nos está salvando a nosotros. Si, por el contrario, nos cuentan que ese hombre o mujer (sí, ¡mujer!) murió de forma terrible para que nosotros tengamos una parcelita en el más allá, la cosa cambia. ¿A quién le interesa un Jesucristo que murió de viejo? ¿O ahogado en un río? A nadie.

Así pues, lo que este hecho demuestra es que el ser humano no necesita buenas personas a la hora de hablar de metefísica. Necesita héroes. Y necesita que le aseguren que el tal Jesucristo quedó bien rematadito y ascendió a los cielos. Y, una vez más, la Iglesia emplea esa necesidad para sermonear con violentos mensajes de truculencia salpicados aquí y allá con coletillas tipo "la bondad del Señor", "la paz eterna"o "la gloria del Espíritu Santo". Y pretende que nos parezca lógico que el 25 de diciembre cantemos villancicos y nos alegremos de que ha nacido un niño precioso sin pararnos a pensar que en unos años le van a dar para el pelo.

En conclusión, qué se puede decir... Resulta evidente que soy profundamente atea, pero también soy partidaria de que cada uno crea lo que guste. De lo que no lo soy es de que una institución arcaica (y, en vista de lo visto, con más marrones ocultos de los que creíamos) se aproveche de ello. Me alegro de no creer en un supuesto más allá, porque estoy a salvo de las sotanas (eso sí, con el más profundo respeto a quien se limita a evangelizar por su vocación). Lo que a mí nadie me puede negar es precisamente de lo que más segura estoy: de que tras la vida hay muerte. Después... ya veremos.

UMBRA

jueves, 8 de abril de 2010


Oh, dueña de mis días,

Reina de mis noches,

Que agitas mi carne fría

Y desnudas mis blancos huesos

Sin que yo lo perciba,

Dejando mi triste cuerpo

Cambiar muerte por vida.

De nuevo volvía a soñar con ella. Con Umbra. Con Sombra. Sombra de mi vida, de mi cuerpo, de mi alma. Sin llamar, cruzó el quicio de la puerta de mi habitación y con un dedo sobre sus finos labios me miró con complicidad, mostrándome un paquete sobre su blanca mano.

Con cuidado de no tocar ninguno de los cables que contra mi voluntad conducían alimento hasta mis venas, se sentó sobre las mustias sábanas de hospital que cubrían mi cuerpo y, en un movimiento de mago experto, descubrió el paquete que reposaba sobre su mano de difunta. Era una tarta con cuatro velas. Con una sonrisa descarnada, me miró y susurró:

-Sabes qué día es hoy, querida? –Ante mi silencio (en mis sueños jamás podía hablarla, pero ella pasaba siempre este hecho por alto), continuó: hoy hace cuatro años que nos encontramos y que te mostré el camino a seguir. –Mirando a su alrededor, a las cuatro tristes paredes que me encerraban, me acarició con su voz de cristales: -no lograrán separarnos, cariño. Tú eres toda mía. Tú me seguirás a mí.

Se inclinó sobre mí, de modo que podía sentir su frío aliento rebotar en mi frente; y con sus brazos blancos, finísimos, hechos de la misma ceniza que la propia muerte, Umbra aproximó la tarta a mi rostro mientras decía:

-Sopla. Por muchos años más. Pero recuerda, no puedes comerla. Sólo soplar. Por nosotras. Después…fuera el pastel.

Miré sus ojos hundidos y brillantes, único signo de vida en su rostro fantasmal y vacío. Después, los míos descendieron hacia la tarta que flotaba ante mí, con sus cuatro velas ardientes. Y, haciendo acopio de mis pocas fuerzas, soplé.




domingo, 4 de abril de 2010

El ambiente estaba cargado, pero era yo mismo, con mi respiración inquieta y mi cuerpo agarrotado de puro nervio, quien empañaba aún más el aire enrarecido que me rodeaba. Jamás en toda mi carrera me había topado con un tipo así… había oído hablar de ellos casi a diario, claro, y había estudiado montones de casos similares, pero encontrarse frente a uno de ellos es demasiado chocante. Y eso en la facultad no te lo advierten, desde luego. “Frialdad profesional” –me digo-, “sólo se trata de un caso más…y después otro, así que acostúmbrate”. Él me miraba desde su silla, fumándose un cigarrillo que le habían dado los agentes poco tiempo antes. “¿Qué piensas ahora? ¿Qué tienes que decirme? ¿Cómo vas a justificar…”

- Supongo que querrá usted saber por qué lo hice –Exhalando el humo, el chico me lanzó una mirada cómplice que me estremeció de repugnancia. –Porque es usted el psicólogo, ¿verdad?

- Así es –respondí, sin dejar que lo que en ese momento sentía se percibiese en mi voz lo más mínimo.-Pero antes hay otras preguntas que debo hacerte. ¿Has tenido alguna vez en tu pasado alguna…

- Estoy dispuesto a responderle a todas las preguntas- interrumpió él, curvando su huesudo cuerpo para depositar la ceniza de su cigarro en el cenicero que estaba sobre la mesa, sin que el pulso le temblase lo más mínimo.- Pero antes déjeme contar por qué lo hice… me muero de ganas.

Mientras sentía la sangre agolpándose en mis sienes, asentí con la cabeza, invitándole a hablar.

- Gracias… Debe usted saber que ella era mi vida. Yo se lo decía siempre, sin ella nada tenía sentido para mí. Yo le daba todo… lo único que le pedía era fidelidad absoluta. No me gustaba que fuese con otros, siempre se lo decía. Al verla en la calle abrazando a ese tío… bueno, perdí el control. No recuerdo qué ocurrió, de verdad, mi memoria vuelve cuando ya están los dos en el suelo y yo manchado de su sangre… Él, muerto. Ella aún vivía. Tuvo tiempo para ver su error, yo siempre se lo decía.

-Hay algo que no sabes. El chico que la abrazaba era su primo.

De pronto, sus labios se curvaron en una sonrisa brutal, demente, inhumana, mientras me miraba directamente a los ojos, mirando dentro de mí. A continuación, estalló en convulsas carcajadas, mientras el humo se le escapaba de los dientes en horrendas bocanadas.

-¡Ja! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¿Por qué nunca me habló de él? –A continuación hizo un silencio, en el que sin duda debía esperar mi asentimiento lleno de camaradería. –Pero, ¿no lo entiende?-Exclamó, incrédulo, al ver mi semblante inexpresivo- ¡Había algo, seguro que había algo! Entre primos no es tan raro…

-Vamos a comenzar con las preguntas…- comencé yo. Pero él no me escuchaba. Ni siquiera era a mí a quien se dirigía ya. Tras apagar el cigarrillo, se cruzó de piernas, relajado, terriblemente sonriente, con la paz de quien ha hecho lo que debía. Con una feroz mueca de plena satisfacción y seguridad en su rostro vacío.

- Yo siempre se lo decía…-continuaba él, mirándome sin verme en realidad. –Que la amaba, que mataría por ella. Y ella se reía, agitando sus rizos rojos, incrédula. Pero ya ves, ¿quién ríe ahora? Ah, sí, ¿qué iba a preguntarme?

MÁS LEJANA... MÁS FRÍA

sábado, 27 de marzo de 2010
Ahora resulta más fácil
echar la vista
atrás...
siempre es más fácil
con tiempo
de por
medio.

¿Dónde estás?
Sé dónde descansas,
y no me gusta
nada.

Quisiera pensar que eres agua,
que bebes del suspiro del cielo
y te acuestas con las nubes.
Que te peina la mañana
cerca de ninguna parte,
y no te roba el aliento
la tierra que te vio nacer;
que ves los anocheceres
en el verde virgen
de los árboles
de pie.

Y no sola,
tumbada y sola,
aburrida.
Deseando volver
a la vida.

No, no tumbada,
siéntate.
Y escucha
mis palabras.



ADIÓS (6/3/2010)

lunes, 8 de marzo de 2010
Adiós. Es, con toda seguridad, una de las palabras que más odio. Y, sin embargo, pienso ahora en lo necesario que era pronunciarla de una vez por todas...

Qué en silencio se fue. Qué discreta. Mi bisabuelo habría reído entre dientes de haberlo sabido, dadas sus costumbres cuando, a los 85, aún era una mujer alta y sorprendentemente fuerte a quien aún le quedaban numerosos viajes hasta el lejano cementerio a pie bajo un sol abrasador. El último, sin embargo, fue el viaje más breve y el más lluvioso... por algo será.

En el tanatorio todo es repugnante. Las conversaciones, el ruido, las risas (más abundantes de lo que se suele esperar), los llantos... La gente dice estupideces y, como suele pasar en estos casos, nadie aprueba lo que hace nadie: "Vaya pintas se ha traído para venir aquí, es que no es normal", "Menudo numerito ha montado cuando ha llegado el padre, vaya histérica", "Mírale, se presenta ahora, ¡a buenas horas!", "Joder con ésta, parece que ha venido sólo a criticar", "Es que con las punteras para arriba somos todos muy buenos"...

Y no es sólo eso. Harta de escuchar chorradas de este pelo casi a todas horas, y con el esqueleto destrozado por los asientos -vaya muebles, ¿es que les da igual a los de la funeraria la cantidad de horas que la gente hace allí? Hasta el ataúd parece más cómodo que estos sofás, que destrozan los huesos casi mejor que la misma muerte-, reflexiono en silencio, sin una palabra. La gente se arremolina en torno al cadáver, y murmura lo bien que ha quedado. Comen caramelos y dejan caer los papeles al suelo. Algunos, más al fondo de la sala, conversan animadamente y cuentan cosas que, si no son chistes, se parecen bastante. De vez en cuando -más de lo que quisiera- me levanto y murmuro un desgastado "Gracias" ante la cantidad de gente que me pregunta "Eres nieta de la Conce, ¿verdad?" Y, sin aguardar respuesta, besan el aire fingiendo que sus labios tocan mi rostro: "Te acompaño en el sentimiento". Gracias, gracias, gracias...

El frío es horrible. En la sala todo el mundo está acalorado salvo yo, y, cuando mi hermana Bea y yo salimos a fumar, casi puedo oír a mis pies chillarme que deje de hacer el idiota. La funeraria ofrece unos servicios únicos, especiales y macabros. Mi hermana y yo creímos en un primer momento que ofrecían mechones de pelo de los difuntos, pero luego descubrí con estupor que en realidad hacían una suerte de falsos diamantes con el carbono del cabello y con ellos hacían una monada de pendientes bajo el eslógan "Recuerdos llenos de vida". Paso de comentarle a Bea lo que acabo de ver, porque sé que estas cosas la desagradan especialmente. Y, para colmo, la camarera de la cafetería está bastante alterada, por decirlo con suavidad: tan pronto se ofende porque la pagan con un billete de cinco una cuenta de cuatro euros, como se desboca y regala unos mecheros muy chulos con el nombre de la funeraria y con luz y todo. ¡Qué detallismo, qué entrega para con el cliente!

La despedida del cadáver es, como cabía esperar, muy dura. Mientras puedes verlo allí, tras el cristal, parece que todo tiene un orden y un sentido. Pero repentinamente recuerdas qué es lo que estás esperando y quieres mirar su rostro, no dejar de verlo para conservar una imagen nítida, pero las cortinas que caen de súbito te lo impiden. "Ya no la vemos más", dice alguien. Ya lo sabemos, cállate la boca, qué ganas de regodearse...

La misa me pone enferma. Las palabras del cura me parecen huecas y carentes de sentido, y las respuestas de la multitud, balidos estúpidos e incoherentes. Ahora sí que tengo frío... Y no dejo de pensar en lo horrible que va a ser el entierro, con toda esa lluvia y ese cielo que parece colgado de un hilo de tristeza a punto de quebrarse. Desde la iglesia se oye el ruido de la lluvia, que para nuestra desesperación no ha cesado en toda la mañana y promete dar más y mejores llantos sobre nuestros cogotes. Observo el ataúd; parece increíble que ella esté allí, con sus 100 años y 8 meses. Y con su columna rígida, más que nunca en los últimos años. Al fin...

El cementerio está terriblemente cruel con aquella lluvia y las dos tumbas abiertas -eran dos los que habían muerto el mismo día en el pueblo-. Y peligroso, con el mármol resbaladizo del suelo en el que se refleja el blanco cielo sangrante y con las varillas de los paraguas ávidas por clavarse en los ojos. Rodeo a mi madre con el brazo, sabiendo que su llanto no sólo se derrama por su abuela... sino también por su padre, que tantos años llevaba ya ocupando el panteón contiguo.

Cuando vuelvo a mirar la tumba de mi bisabuela, las coronas de flores han llegado hasta allí misteriosamente, con el silencio y la discreción que les confieren los grises enterradores. Cómo los admiro. Contemplo, extasiada, cómo uno de ellos se mete bajo la gruesa losa de mármol y ayuda desde dentro a bajar el féretro. Adiós, Valentina, adiós... ya te quedas para siempre, tan sola, con otro muerto que no te va a contar nada, con el frío que hace y lo que llueve. Desaparecen las claras vetas de madera en la siniestra y húmeda oscuridad de la cavidad en el mármol... y vuelve a aparecer la cuerda con la que se bajó la caja. Y, a continuación, el trabajador, que rechaza la ayuda para salir y lo hace él solo, aupándose con unos brazos fuertes y sacudiéndose la ropa con expresión de fatiga. Mirar cómo sellan el sepulcro asusta... de ahí no escapa nadie. Con alivio, noto que hace un rato que las lágrimas recorren mi rostro. Y respiro mientras me meto entre los pliegues del abrigo de mi padre, que parece, como yo, un negro cuervo posado sobre las barrocas cruces.

Cuánto necesitaba llorar... pensaba que no ocurriría nunca. El suelo está salpicado del rojo sangre de los pétalos de las flores, que flotan en los charcos y se me antojan preciosos. Y, cuando nos acercamos a la puerta del cementerio, compruebo, anonadada, que la lluvia va cesando. Y que, antes de subir al coche, ya ha cesado. Para todo el día.

Pensaba en el coche, mientras en vano me frotaba el cuerpo para alejar el frío, en lo vivido en las últimas horas. Se -y me- hacía mi hermana en el tanatorio esas preguntas que tanto odio. "¿Dónde estará?" Sin darme tiempo a encogerme de hombros siquiera, mi pulgar señaló el féretro aún abierto. "¿En serio crees eso?". Decía mi padre que, si el ser humano tiene a veces el aguante que tiene, debe de ser porque hay algo. Ojalá pudiese creerlo. Y ojalá pudiese creer que él piensa eso en realidad. Pero no puedo. Adiós, Valentina.

LA LITERATURA EN EL FUTURO...

viernes, 5 de marzo de 2010

Estimado señor Nabokov:


lamentamos comunicarle que su novela “Lolita” no podrá ser publicada ni ahora ni en un millón de años. Las razones no estriban en la calidad de la obra, desde luego. Técnicamente, he de admitir que estoy impresionado ante una creación que domina de tal modo el vocabulario y emplea las técnicas narrativas con una soltura y un “ardor” envidiables, que no dudo podrá emplear con más éxito en una nueva novela más adelante. Sin embargo, es el argumento de su obra lo que imposibilita que ésta pueda ver la luz: la morbosa y decadente trama que encierra una relación más allá de lo estrictamente paterno-filial entre una niña de doce años y un cuarentón constituye, como usted muy bien sabe, una alteración del orden público que nuestro Líder no toleraría por el bien de los ciudadanos. Supongo que comprenderá que tenemos razones más que sobradas para no publicar su novela dado que, al ser de una naturaleza escabrosa que el Ministerio de Limpieza Moral se cuida de eliminar, supondría serios problemas para nuestra editorial. Espero que comprenda que la lectura de su obra me ha dado pie a suponer que quizá sea usted uno de esos autores de carácter subversivo que tanto daño infringen al Estado, es por ello que he avisado a los agentes del orden público para que vayan a hacerle una visita a su domicilio. Por favor, le ruego que al terminar de leer esta carta espere pacientemente a que lleguen a su casa. Es posible que su espera se prolongue, dado que últimamente escritores con obras similares a las suya les están dando trabajo. Pero no ha de preocuparse, su caso será tratado con diligencia, como es debido.

Reciba un cordial saludo de toda la editorial, donde deseamos tener noticias suyas para nuevos trabajos en un futuro no demasiado tarde.

Se duerme. ¿O está despierta? La muerte baila un tango con la desidia sobre su pelo ceniciento y llevan ya días dando vueltas y vueltas, sin cesar. Sólo queda esperar a que el baile acabe, y que ocurra rápido. Que cese la música que rasga el ruido y lo convierte en silencio y acabe todo de una vez. De una puta vez. Que ya les vale a las dos, a la vida y a la muerte.



Su respiración se agita... luchar con la muerte siempre fue agotador, sobre todo cuando ya no hay ganas de seguir combatiendo. ¿Puede oírme? Sí, creo que sí puede, mejor incluso que antes. Mal asunto. Miro sus manos y pienso en lo mucho que las recordaré más adelante, cuando ella no esté. Miro a mi alrededor y veo decenas de fotos de hijos, nietos y bisnietos. Miro buscando algo, sin saber muy bien qué, y por supuesto sin encontrarlo. Allí sólo reinan la desolación y los recuerdos ahogándose contra las paredes. No es la muerte lo que más destaca en esta vieja casa... es el olvido y el polvo de los años escurrido por la rendija de la puerta en las tardes interminables. No, apenas hay muerte en esta habitación. Al menos, no más que antes.

Suspiro y miro por la ventana desde la silla, al lado de su cama. Tengo que marcharme, o perderé el autobús. Miro a mi alrededor una vez más. Me despido del resto de presentes, le susurro a mi bisabuela unas palabras dulces en el oído y beso su rostro con cariño, recordando ocasiones en las que un "hasta luego" bastaba. De todas formas, ¿qué más se puede decir? Ya nada... hace tiempo que ha muerto ya, en realidad. Así que queda poco que decir. Suspiro contemplo de nuevo, desde el quicio de la puerta, su cuerpo tendido sobre el colchón. Y, una vez fuera de la casa, me estremezco al pensar que no sabré llorar cuando se haya ido del todo.

Otro de esos días

jueves, 25 de febrero de 2010
En efecto, hoy es otro de esos días. Ésos en los que, nada más despertar, la sensación de que poner un pie en el suelo va a ser un error te empapa los ojos inyectados en sangre por la escasez de sueño. Ésos en los que la luz que entra por las rendijas de la persiana te susurra al oído que el día allá afuera te reserva especialmente el clima que más odias. Ésos en los que cada cosa que te ocurre hace que por tu cabeza pase un fugaz "No, si ya sabía yo que hoy..."

Otro de esos días. No tienes ganas de hacer nada en especial, ni siquiera de no hacer nada. Así que... algo hay que hacer. ¿Regodearse en la propia desgracia dando vueltas a la cabeza? Llega un momento en el que ya has aprendido -afortunadamente- que ésa es una de las formas de machacarse más idiotas del mundo. Existen otras bastante más productivas, pero como nos encontramos en otro de esos días -no los días desdichados, sin más, sino los sosos, desagradables y tedioso-agrios otros-, acabamos por desechar eso de martirizarnos y buscamos subir el ánimo un poco. Pero ¿con qué? No apetece escuchar en clase, ni seguir hablando de lo que el otro día dejaste a medias porque se acabó la hora -idiota, ¿por qué abriste la boca?-, ni seguir la rutina, ni tampoco cambiarla. Sólo toca asumir que es otro de esos días y poner buena cara, para al rato pensar en lo imbéciles que somos con esa cara de Barbie amargada.

Pero entonces, entonces... caes en la cuenta de que estás escribiendo. Algo que con toda seguridad no vale nada, pero a la vez con un valor único: estás escribiendo. Y lo que es más, un minúsculo calambre te empieza a estirar las comisuras de las boca de modo casi imperceptible para el resto de mundo, pero sorprendente para ti. y, sin quererlo -porque quieres respetar el protocolo de los otros días-, una sonrisa entre ácida e ingenua rueda por tus labios. Porque sólo por ese detalle cotidiano -con ese toque entrañablemente burdo que caracteriza a lo cotidiano-, vivir otro de esos días merece la pena.