Más allá del murmullo, el señor Fleming podía escucharlo. Sólido, puro, real. Entonces, era verdad que existía. La voz de la niña que atormentaba a su madre -y de paso, a todos los presentes- con una aguda letanía con el fin de obtener un caramelo de su mano hastiada. El sonido de las teclas del ordenador portátil que los finos dedos del hombre de al lado acariciaban levemente, un
tic apenas, un tanteo de suavidad apenas sonoro. Era curioso, aquel hombre. El señor Fleming lo observó por el rabillo del ojo, alzando con disimulo la vista del rayado suelo de una suerte de mármol rojo. Como un arácnido. Sí, ésa era la única comparación posible. Con un raído traje negro, nada en consonancia con el portátil, que parecía tan caro, míralo... Qué curioso, casi ni tiene cejas. Qué le pasará, lo mismo viene por eso. A saber. Casi no hace ni ruido, eso está bien. No como la niña ésta.
El teléfono sonaba. Un pitido metálico, de nódulos quebrados, atravesaba el aire con insistencia. Sonó ininterrumpidamente, a voces casi, hasta que la manita de la recepcionista se posó sobre él y lo descolgó con nerviosa brusquedad, qué agobio, ¿sí? De acuerdo. Y mirando hacia los presentes; adelante, es usted la siguiente. Una mujer, de la que hasta entonces el señor Fleming no se había percatado, se levantó con pesadez de su asiento y caminó hacia la puerta blanca. Sus pies producían un taconeo, una concatenación de claqueteos, uno tras otro, cloc, cloc, cloc... Hasta detenerse ante ella. El señor Fleming respiró con fuerza mientras aguardaba a que los nudillos de la mujer golpearan la puerta con suavidad. Una, dos, tres veces. Adelante, se oyó desde el otro lado, pase.
Y de nuevo el murmullo. El otro hombre que salía, cuánto ha tardado, seguro que llego tarde y Carmen se enfada. Nunca debería hacer planes después de venir aquí, siempre pasa lo mismo. Y, por encima del sonido, el señor Fleming volvió a escucharlo, esta vez con más claridad. El sonido se evaporaba. Y sólo quedaba eso, el vacío en el aire. Sin inflexiones, ni ritmo, ni fondo. Ahí estaba, detrás de todo aquella atmósfera inundada de clamor. El silencio, brillante, sincero, eterno como el tiempo. Y de nuevo, el señor Fleming volvió a sentirse agradecido.