A su ausencia
de la Magdalena.
12:43
del 17 de septiembre
de 2010.
Hay bullicio.
Hay gente
que entra.
Que sale.
Que conversa.
El inicio
de un nuevo
todo.
Luz
entre grisácea
y blanquecina
llueve a raudales
del cielo plomizo.
Y yo sueño
con un azul.
De pie, contemplo
a las personas,
el firmamento
y la nada inmensa
que late
inquieta
tras ÉL.
En las macetas
crecen cigarros.
Esperan los filtros
a ser recogidos
por manos
forradas en guantes.
Sobre la tierra estéril
flota un humo
gris azulado
y se retuercen como gusanos
papeles sucios y negros
con olor a tabaco
y a tiempo.
No, no hay flores
en las macetas.
Quizá no sea lugar
para ellas
un mundo sin colores.
Quizá crezcan,
sin que nadie lo sepa,
en los corazones
de esta gente
que entra,
que sale,
que conversa.
Humean las macetas
a las 12.43
del 17 de septiembre
de 2010.
Un día cualquiera,
a una hora cualquiera
todo puede cambiar.
O permanecer igual.
Sólo es cuestión
de elegir opciones.
Y en un lugar
y un momento cualquiera,
hay millones.
¿Por qué no...?
TRANSGENIA
INCONSCIENCIA
Nos levantamos. Nos duchamos. Nos vestimos, desayunamos, salimos de casa con un rumbo tan definido que aún podemos saborear los retazos de sueño que han quedado en nuestro paladar. Fumar. Entrar. Saludar. Abrir, cerrar, entornar puertas. Sentarse y trabajar. Estudiar. Conversar banal y aburridamente. Conversar más interesadamente. Comer. Fumar. Cobrar -quizá-. Manejar tuberías, ladrillos, datos, cabellos, niños, documentos. Parpadear. Suspirar mirando el reloj. Hablar por teléfono para avisar de la tardanza. Pasar las páginas de un manoseado periódico. Fumar, esperar, bostezar. Caminar de nuevo a casa. Saludar -o no-, cenar, ver la televisión, leer, dormir.
DESMOTIVÉMONOS
Siendo tan maravilloso sonreír, ¿por qué no hacerlo más a menudo?¿Por qué no cantar? |
REFRANERO POPULAR
FUERA DE MÍ
En cualquier caso, parece que todo pasa. La vida fluye como un torrente de chorros cristalinos y, en ocasiones, dolorosos y agudos; y nos deja un sabor amargo enlos labios que el tiempo va borrando y sustituyendo por otros nuevos. Hoy no cabe mirar atrás (y, no nos engañemos, alrededor) con rencor, con dolor o con angustia. Sólo puedo sentir en el pecho un profundo sentiemiento de gratitud, por todo lo que ha pasado y por el hecho de sentir que depende de mí si eso vuelve o no. Creo que éste es el momento con el que llevo tantos años soñando: no aquél en el que la lucha ha acabado (ya que, de hecho, si no hay nada por lo que luchar la vida puede ser incluso un tremendo castigo), sino esos momentos en los que la lucha se nos antoja fructífera, viable, merecedora del esfuerzo.
La vida vuelve a ser mágica; los acontecimientos vuelven a tener algo que decirme, alguna lección que susurrarme al oído aún dolorido. Caminar por la calle vuelve a ser fácil, sostener la mirada de las personas puede incluso llegar a ser agradable y escuchar conversaciones ajenas vuelve a ser un vicio oculto pero inevitable. Descubro, con estupor de recién nacida, que todo se me antoja bello casi como en una novela ñoña: la perfección de cada pluma en el vuelo de un pájaro crea la más perfecta obra de arquitectura y, sólo por permanecer en un rincón de la calle asistiendo al espectáculo, me puedo dar por afortunada. La sonrisa de una persona cualquiera en la calle me trae un cosquilleo al rostro y me recuerda que, si quiero, también yo puedo forzar las comisuras. Porque soy capaz. Vuelven a mí los placeres cotidianos: dormir al sol, fumar tumbada con los pies en alto, apoyar la cabeza en cualquier rincón de la nada y dejarla correr, salvaje... Porque donde ayer hubo miedo, hoy queda una herida cicatrizada. Donde hubo lágrimas, hoy hay esperanza. Donde hubo frustración, hoy queda optimismo. Porque donde estuvo Umbra, hoy estoy yo.
El mar
Tiempo de despertar
Devenir en estado incrédulo
Pero matar el tiempo es difícil en una estación,
si no sabes
qué tren esperas,
ni si debes tomar alguno
o esperar al siguiente.
Me miro las zapatillas, rotas de aguantar en pie.
Estar sentada nunca fue lo mío,
igual que tomar decisiones, o que aguantar el tipo
siempre en el mismo tren.
Quizá no tenga destino.
Quizá tenga muchos,
pero sólo consistan
en conocer todas las paradas
que visito.
O quizá
es lo que escribo
cuando elijo
cambiar de vías.
Nubeh propia
Soy una experta en no usar el tiempo en lo que debería. El otro día me senté ante el ordenador para hacer un trabajo (que haré esta tarde, espero) y, para variar, me encontré a mí misma echando un vistazo a algunos blogs y encontré uno nuevo que me gustó:
Como acostumbro a hacer, comenté algunas cosas que me llamaron la atención y Nubeh, la dueña del blog, me ha hecho este precioso regalo, ¡estoy tan ilusionada como si realmente fuese la última niña de este otoño!Después de todo, esto prueba que cuando no hago lo que debería, hago lo que debo. ¡Muchas gracias!:)
No respondas
no es porque tú quieras.
Casi.
Si me desnudas,
es sólo con la vista.
Apenas.
Si me ahogas,
es sólo porque quiero
morir en tus brazos.
En ese momento.
Si crees que te quiero,
es sólo porque lamo
tus heridas.
Con las mías.
¿Por qué me agarras
el brazo?
¿Por qué te arranco
las alas?
¿Por qué me levantas
los párpados,
si sabes que no veo?
¿Por qué estás en el aire,
si no respiro apenas?
¿Por qué me sigues tanto,
si nunca me doy la vuelta?
¿Por qué eres tan necesario,
si nunca te uso
como debiera?
¿Y qué si a veces
tengo tantas ganas
de estar
viva?
No es mi culpa
Si no siempre
Tengo tiempo
De hacer
Lo que debo.
Quizá sea cosa
De este cuerpo mío,
Travieso y rítmico.
Ya lo noto,
¡ya lo noto!
Otra vez empieza,
Otra vez desea
Saludar a la mañana
Que nunca contesta,
Porque es ley de vida
Que los humanos
Nos volvamos un poco locos
De vez en cuando
Con las maravillas
De lo más vano.
Fuera, fuera la ropa.
Que me vean,
¿Eso qué importa?
Si sólo quiero
Alcanzar esa barrera
Donde se besan
Cielo y suelo.
Y quisiera correr, correr;
Correr entre esas viñas
Con los pies
Desnudos.
Reír como una niña
Y yacer sobre la tierra,
Que aún no es tiempo
De yacer bajo ella.
Correr, saltar y hundir
Mis dedos
En la blanda arena
Y sentir el grano
Latir bajo mis manos,
Zurcirme las piernas.
Y que llueva,
Que llueva mucho.
Que me empape la piel
De membrillo caduco,
Blanca de tanta quimera,
La misma agua ligera
Que bebí ayer.
Líquido en la cara,
Realidad.
Surcar la libertad
Que encierra esta ventana.
Sentir la piel caliente
Estremecerse
En los otoños
Viejos como el mundo.Quiero creer (publicado en Artículo 20)
Una trinchera, y más allá de la inaccesible tierra de nadie, otra idéntica repleta de enemigos con las mandíbulas tensas, doloridos los dientes de chocar unos con otros, rígidos los dedos de sostener los pesados fusiles y aguantar sobre sus gatillos en una espera brutal e interminable. De pronto, una voz rasgó el aire cubierto de jirones oscuros de noche y de agua de lluvia fría. Una voz cascada y áspera surgió de una de las trincheras como un grito atroz, que llevaba latiendo en un pecho desde lo que parecía una eternidad. La voz cantaba un villancico. En la trinchera contraria, tras un instante de silencio, se desataron varias gargantas que respondían en un quejido ronco primero, después en una suerte de llanto alegre que se elevaba sobre el humo del tabaco y la pólvora y se mezclaba con las risas y cantos de los soldados del otro bando.
De pronto, las luces de los faroles dejaron ver las siluetas de los combatientes surgiendo de las fauces de la tierra y bailando al son del villancico, compartiendo, entre risas, la bebida y la poca comida que habían conseguido. Y por una noche ellos, los soldados, fueron hombres de nuevo, felices de estar junto a otros hombres, no contra otros soldados. Hombres. Hombres ansiosos de una comida caliente, de un aliento tibio, de una mirada de sus hijos, de un abrazo de sus padres. Hombres con un corazón latiendo bajo la carne dolorida y la piel cubierta de sudor y mugre, que hacía que su ropa se sostuviera sola si se la quitaban. Por una noche dejaron de ser franceses, alemanes, hijos de un país que los enviaba a la muerte, para ser sólo humanos sin armas, con sonrisas, alegría y cantos.
No se sabe si aquello ocurrió realmente o no. Los únicos que podrían afirmarlo, sus protagonistas, han sido borrados del mundo por las balas o por el peso de los años ladrones de memoria. Pero quiero creer que así fue. Por imposible que parezca, quiero creer que aunque sólo fuera por una noche aquellos soldados volvieron a ser personas que habían dejado atrás una vida entera y anhelaban salir de aquel infierno, no seguir matando sin sentido alguno. Quiero creer que aquella noche la humanidad sustituyó a la locura. Quiero creer que esa noche existió. Y que puede existir aún.
Bombardeo al País de Nunca Jamás
Los chavales ya no quieren ser chavales. Ya no quieren jugar, ni leer, ni aprender, ni mantener ese halo de inocencia que arropa a los niños y los protege de la realidad por un tiempo, y que luego suele ser recordado con nostalgia por muchos. A los niños no les interesa protegerse, porque no creen que sea necesario. Lo único que necesitan son alzas para entrar en las discotecas, apariencia para sacar alcohol de los supermercados, y colirio para sus ojos rojos. Y, por supuesto, dinero para poder permitírselo.
Cuando los veo caminar por las calles en grandes grupos, con un aire de fingida seguridad, siento una punzada de angustia y pena en mis entrañas. Y me invade la necesidad de detenerlos y decirles la verdad, la para ellos terrible verdad: que la vida y sus problemas van mucho más allá de ser eternamente jóvenes y guapos, de hacerse amigos de los camareros para tener chupitos gratis, de encontrar un buen sitio para hacer botellón, de tener aliados que les consigan el tabaco y demás. Mucho más allá de ser fotocopias idénticas de lo que ven en televisión, de perder el sentido antes de que llegue la hora de volver a casa y de vomitar en las esquinas. Quisiera decirles todo eso y mucho más. Que se den la oportunidad que otros no tienen de ser niños, de disfrutar algo que nunca volverá. Todo eso y mucho más. Pero sé qué ocurriría: me mirarían con sus pequeños ojos maquillados y muy abiertos, fingiendo escucharme, y sonreirían con condescendencia. Así que me callo y sigo mi camino.
CONVERSACIÓN NOCTURNA
me acuerdo
suavemente
de ti.
Y recuerdo
de repente
lo intenso
que es
follar.
¿Y SI JESUCRISTO MURIESE DE VIEJO? (Reflexión esquizofrénica sobre un "hipatético" más allá)
¿Por qué las personas necesitan creer en algo? Es una pregunta con una respuesta sencilla: el temor a lo desconocido nos hace precisar teorías que nos permitan suponer, con más o menos seguridad, qué hay después de la muerte. Y, más concretamente, que tras la muerte hay algo mejor. En retrospectiva, vemos que la religión católica siempre ha pregonado bajo la bandera de la posibilidad de un vida eterna y maravillosa junto a Dios si, y sólo si, se cumplen unas determinadas normas. Comienza aquí el conflicto entre evangelio y negocio: ¿dónde está la diferencia? ¿Hasta qué punto es creíble que para disfrutar de una supuesta vida eterna y feliz haya que cumplir un determinado canon? ¿Por qué un individuo que, por ejemplo, envidia a otro, debería expirar una supuesta culpa? No siempre es culpa de las personas sentir rencor o envidia hacia otras, ¿por qué deberían pagarlo?
Hasta aquí, según mi muy humilde punto de vista, resulta inverosímil el hecho de que deba sufrir o, al menos, no ser plenamente feliz en vida para alcanzar una supuesta felicidad tras la muerte. Pero, claro está, muchos están dispuestos a creerlo por dos razones, a saber:
1. En todo caso, resulta más cómodo para algunos creer en una salvación que en el hecho de dejar de existir y de no ver jamás a los seres amados.
2. Culturalmente, la Iglesia presenta estas teorías sin dar pie alguno a plantearse los porqués. Así pues, siempre es más fácil creer de antemano en lo que se nos dice y no pararse a reflexionar sobre algún tipo de alternativa.
En definitiva, el miedo sigue siendo un poderoso motor comercial que permite conseguir del ser humano una suerte de sumisión que resulta más que rentable. No obstante, si bien otras instituciones religiosas juegan también con la necesidad de seguir unas normas para alcanzar la salvación -pensemos en el Nirvana, la reencarnación o cualquier otro tipo de purificación e inmotalidad-, es la Iglesia la que más ha conseguido multinacionalizar este negocio del miedo.
Es humano verse impotente para aceptar la teoría de que todos dejamos de existir. Lo que no lo es es usar esta impotencia y el temor que la acompaña y a partir de ellas crear un sentimiento de culpa por no seguir la serie de normas necesarias para alcanzar la salvación. "Soy humano", piensan los creyentes, temerosos; "no puedo pasar toda mi vida sin cometer un pecado, es imposible". En ese momento es cuando surge la figura del redentor. Es un ser humano nacido para morir, y ésa es su función. Si un supuesto Mesías hubiese llevado la vida que a todos nos cuentan de Jesucristo pero no hubiese sido sacrificado, a nadie le habría importado. ¿De qué le sirve a la gente saber que un tipo hace más de 2.000 años resucitaba a los muertos? En ese supuesto, no nos está salvando a nosotros. Si, por el contrario, nos cuentan que ese hombre o mujer (sí, ¡mujer!) murió de forma terrible para que nosotros tengamos una parcelita en el más allá, la cosa cambia. ¿A quién le interesa un Jesucristo que murió de viejo? ¿O ahogado en un río? A nadie.
Así pues, lo que este hecho demuestra es que el ser humano no necesita buenas personas a la hora de hablar de metefísica. Necesita héroes. Y necesita que le aseguren que el tal Jesucristo quedó bien rematadito y ascendió a los cielos. Y, una vez más, la Iglesia emplea esa necesidad para sermonear con violentos mensajes de truculencia salpicados aquí y allá con coletillas tipo "la bondad del Señor", "la paz eterna"o "la gloria del Espíritu Santo". Y pretende que nos parezca lógico que el 25 de diciembre cantemos villancicos y nos alegremos de que ha nacido un niño precioso sin pararnos a pensar que en unos años le van a dar para el pelo.
En conclusión, qué se puede decir... Resulta evidente que soy profundamente atea, pero también soy partidaria de que cada uno crea lo que guste. De lo que no lo soy es de que una institución arcaica (y, en vista de lo visto, con más marrones ocultos de los que creíamos) se aproveche de ello. Me alegro de no creer en un supuesto más allá, porque estoy a salvo de las sotanas (eso sí, con el más profundo respeto a quien se limita a evangelizar por su vocación). Lo que a mí nadie me puede negar es precisamente de lo que más segura estoy: de que tras la vida hay muerte. Después... ya veremos.
UMBRA
Oh, dueña de mis días,
Reina de mis noches,
Que agitas mi carne fría
Y desnudas mis blancos huesos
Sin que yo lo perciba,
Dejando mi triste cuerpo
Cambiar muerte por vida.
De nuevo volvía a soñar con ella. Con Umbra. Con Sombra. Sombra de mi vida, de mi cuerpo, de mi alma. Sin llamar, cruzó el quicio de la puerta de mi habitación y con un dedo sobre sus finos labios me miró con complicidad, mostrándome un paquete sobre su blanca mano.
Con cuidado de no tocar ninguno de los cables que contra mi voluntad conducían alimento hasta mis venas, se sentó sobre las mustias sábanas de hospital que cubrían mi cuerpo y, en un movimiento de mago experto, descubrió el paquete que reposaba sobre su mano de difunta. Era una tarta con cuatro velas. Con una sonrisa descarnada, me miró y susurró:
-Sabes qué día es hoy, querida? –Ante mi silencio (en mis sueños jamás podía hablarla, pero ella pasaba siempre este hecho por alto), continuó: hoy hace cuatro años que nos encontramos y que te mostré el camino a seguir. –Mirando a su alrededor, a las cuatro tristes paredes que me encerraban, me acarició con su voz de cristales: -no lograrán separarnos, cariño. Tú eres toda mía. Tú me seguirás a mí.
Se inclinó sobre mí, de modo que podía sentir su frío aliento rebotar en mi frente; y con sus brazos blancos, finísimos, hechos de la misma ceniza que la propia muerte, Umbra aproximó la tarta a mi rostro mientras decía:
-Sopla. Por muchos años más. Pero recuerda, no puedes comerla. Sólo soplar. Por nosotras. Después…fuera el pastel.
Miré sus ojos hundidos y brillantes, único signo de vida en su rostro fantasmal y vacío. Después, los míos descendieron hacia la tarta que flotaba ante mí, con sus cuatro velas ardientes. Y, haciendo acopio de mis pocas fuerzas, soplé.
El ambiente estaba cargado, pero era yo mismo, con mi respiración inquieta y mi cuerpo agarrotado de puro nervio, quien empañaba aún más el aire enrarecido que me rodeaba. Jamás en toda mi carrera me había topado con un tipo así… había oído hablar de ellos casi a diario, claro, y había estudiado montones de casos similares, pero encontrarse frente a uno de ellos es demasiado chocante. Y eso en la facultad no te lo advierten, desde luego. “Frialdad profesional” –me digo-, “sólo se trata de un caso más…y después otro, así que acostúmbrate”. Él me miraba desde su silla, fumándose un cigarrillo que le habían dado los agentes poco tiempo antes. “¿Qué piensas ahora? ¿Qué tienes que decirme? ¿Cómo vas a justificar…”
- Supongo que querrá usted saber por qué lo hice –Exhalando el humo, el chico me lanzó una mirada cómplice que me estremeció de repugnancia. –Porque es usted el psicólogo, ¿verdad?
- Así es –respondí, sin dejar que lo que en ese momento sentía se percibiese en mi voz lo más mínimo.-Pero antes hay otras preguntas que debo hacerte. ¿Has tenido alguna vez en tu pasado alguna…
- Estoy dispuesto a responderle a todas las preguntas- interrumpió él, curvando su huesudo cuerpo para depositar la ceniza de su cigarro en el cenicero que estaba sobre la mesa, sin que el pulso le temblase lo más mínimo.- Pero antes déjeme contar por qué lo hice… me muero de ganas.
Mientras sentía la sangre agolpándose en mis sienes, asentí con la cabeza, invitándole a hablar.
- Gracias… Debe usted saber que ella era mi vida. Yo se lo decía siempre, sin ella nada tenía sentido para mí. Yo le daba todo… lo único que le pedía era fidelidad absoluta. No me gustaba que fuese con otros, siempre se lo decía. Al verla en la calle abrazando a ese tío… bueno, perdí el control. No recuerdo qué ocurrió, de verdad, mi memoria vuelve cuando ya están los dos en el suelo y yo manchado de su sangre… Él, muerto. Ella aún vivía. Tuvo tiempo para ver su error, yo siempre se lo decía.
-Hay algo que no sabes. El chico que la abrazaba era su primo.
De pronto, sus labios se curvaron en una sonrisa brutal, demente, inhumana, mientras me miraba directamente a los ojos, mirando dentro de mí. A continuación, estalló en convulsas carcajadas, mientras el humo se le escapaba de los dientes en horrendas bocanadas.
-¡Ja! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¿Por qué nunca me habló de él? –A continuación hizo un silencio, en el que sin duda debía esperar mi asentimiento lleno de camaradería. –Pero, ¿no lo entiende?-Exclamó, incrédulo, al ver mi semblante inexpresivo- ¡Había algo, seguro que había algo! Entre primos no es tan raro…
-Vamos a comenzar con las preguntas…- comencé yo. Pero él no me escuchaba. Ni siquiera era a mí a quien se dirigía ya. Tras apagar el cigarrillo, se cruzó de piernas, relajado, terriblemente sonriente, con la paz de quien ha hecho lo que debía. Con una feroz mueca de plena satisfacción y seguridad en su rostro vacío.
- Yo siempre se lo decía…-continuaba él, mirándome sin verme en realidad. –Que la amaba, que mataría por ella. Y ella se reía, agitando sus rizos rojos, incrédula. Pero ya ves, ¿quién ríe ahora? Ah, sí, ¿qué iba a preguntarme?
MÁS LEJANA... MÁS FRÍA
echar la vista
atrás...
siempre es más fácil
con tiempo
de por
¿Dónde estás?
Sé dónde descansas,
y no me gusta
nada.
Quisiera pensar que eres agua,
que bebes del suspiro del cielo
y te acuestas con las nubes.
Que te peina la mañana
cerca de ninguna parte,
y no te roba el aliento
la tierra que te vio nacer;
que ves los anocheceres
en el verde virgen
de los árboles
de pie.
Y no sola,
tumbada y sola,
aburrida.
Deseando volver
a la vida.
No, no tumbada,
siéntate.
Y escucha
mis palabras.
ADIÓS (6/3/2010)
Qué en silencio se fue. Qué discreta. Mi bisabuelo habría reído entre dientes de haberlo sabido, dadas sus costumbres cuando, a los 85, aún era una mujer alta y sorprendentemente fuerte a quien aún le quedaban numerosos viajes hasta el lejano cementerio a pie bajo un sol abrasador. El último, sin embargo, fue el viaje más breve y el más lluvioso... por algo será.
Y no es sólo eso. Harta de escuchar chorradas de este pelo casi a todas horas, y con el esqueleto destrozado por los asientos -vaya muebles, ¿es que les da igual a los de la funeraria la cantidad de horas que la gente hace allí? Hasta el ataúd parece más cómodo que estos sofás, que destrozan los huesos casi mejor que la misma muerte-, reflexiono en silencio, sin una palabra. La gente se arremolina en torno al cadáver, y murmura lo bien que ha quedado. Comen caramelos y dejan caer los papeles al suelo. Algunos, más al fondo de la sala, conversan animadamente y cuentan cosas que, si no son chistes, se parecen bastante. De vez en cuando -más de lo que quisiera- me levanto y murmuro un desgastado "Gracias" ante la cantidad de gente que me pregunta "Eres nieta de la Conce, ¿verdad?" Y, sin aguardar respuesta, besan el aire fingiendo que sus labios tocan mi rostro: "Te acompaño en el sentimiento". Gracias, gracias, gracias...
El frío es horrible. En la sala todo el mundo está acalorado salvo yo, y, cuando mi hermana Bea y yo salimos a fumar, casi puedo oír a mis pies chillarme que deje de hacer el idiota. La funeraria ofrece unos servicios únicos, especiales y macabros. Mi hermana y yo creímos en un primer momento que ofrecían mechones de pelo de los difuntos, pero luego descubrí con estupor que en realidad hacían una suerte de falsos diamantes con el carbono del cabello y con ellos hacían una monada de pendientes bajo el eslógan "Recuerdos llenos de vida". Paso de comentarle a Bea lo que acabo de ver, porque sé que estas cosas la desagradan especialmente. Y, para colmo, la camarera de la cafetería está bastante alterada, por decirlo con suavidad: tan pronto se ofende porque la pagan con un billete de cinco una cuenta de cuatro euros, como se desboca y regala unos mecheros muy chulos con el nombre de la funeraria y con luz y todo. ¡Qué detallismo, qué entrega para con el cliente!
La despedida del cadáver es, como cabía esperar, muy dura. Mientras puedes verlo allí, tras el cristal, parece que todo tiene un orden y un sentido. Pero repentinamente recuerdas qué es lo que estás esperando y quieres mirar su rostro, no dejar de verlo para conservar una imagen nítida, pero las cortinas que caen de súbito te lo impiden. "Ya no la vemos más", dice alguien. Ya lo sabemos, cállate la boca, qué ganas de regodearse...
La misa me pone enferma. Las palabras del cura me parecen huecas y carentes de sentido, y las respuestas de la multitud, balidos estúpidos e incoherentes. Ahora sí que tengo frío... Y no dejo de pensar en lo horrible que va a ser el entierro, con toda esa lluvia y ese cielo que parece colgado de un hilo de tristeza a punto de quebrarse. Desde la iglesia se oye el ruido de la lluvia, que para nuestra desesperación no ha cesado en toda la mañana y promete dar más y mejores llantos sobre nuestros cogotes. Observo el ataúd; parece increíble que ella esté allí, con sus 100 años y 8 meses. Y con su columna rígida, más que nunca en los últimos años. Al fin...
El cementerio está terriblemente cruel con aquella lluvia y las dos tumbas abiertas -eran dos los que habían muerto el mismo día en el pueblo-. Y peligroso, con el mármol resbaladizo del suelo en el que se refleja el blanco cielo sangrante y con las varillas de los paraguas ávidas por clavarse en los ojos. Rodeo a mi madre con el brazo, sabiendo que su llanto no sólo se derrama por su abuela... sino también por su padre, que tantos años llevaba ya ocupando el panteón contiguo.
Cuando vuelvo a mirar la tumba de mi bisabuela, las coronas de flores han llegado hasta allí misteriosamente, con el silencio y la discreción que les confieren los grises enterradores. Cómo los admiro. Contemplo, extasiada, cómo uno de ellos se mete bajo la gruesa losa de mármol y ayuda desde dentro a bajar el féretro. Adiós, Valentina, adiós... ya te quedas para siempre, tan sola, con otro muerto que no te va a contar nada, con el frío que hace y lo que llueve. Desaparecen las claras vetas de madera en la siniestra y húmeda oscuridad de la cavidad en el mármol... y vuelve a aparecer la cuerda con la que se bajó la caja. Y, a continuación, el trabajador, que rechaza la ayuda para salir y lo hace él solo, aupándose con unos brazos fuertes y sacudiéndose la ropa con expresión de fatiga. Mirar cómo sellan el sepulcro asusta... de ahí no escapa nadie. Con alivio, noto que hace un rato que las lágrimas recorren mi rostro. Y respiro mientras me meto entre los pliegues del abrigo de mi padre, que parece, como yo, un negro cuervo posado sobre las barrocas cruces.
Cuánto necesitaba llorar... pensaba que no ocurriría nunca. El suelo está salpicado del rojo sangre de los pétalos de las flores, que flotan en los charcos y se me antojan preciosos. Y, cuando nos acercamos a la puerta del cementerio, compruebo, anonadada, que la lluvia va cesando. Y que, antes de subir al coche, ya ha cesado. Para todo el día.
Pensaba en el coche, mientras en vano me frotaba el cuerpo para alejar el frío, en lo vivido en las últimas horas. Se -y me- hacía mi hermana en el tanatorio esas preguntas que tanto odio. "¿Dónde estará?" Sin darme tiempo a encogerme de hombros siquiera, mi pulgar señaló el féretro aún abierto. "¿En serio crees eso?". Decía mi padre que, si el ser humano tiene a veces el aguante que tiene, debe de ser porque hay algo. Ojalá pudiese creerlo. Y ojalá pudiese creer que él piensa eso en realidad. Pero no puedo. Adiós, Valentina.
LA LITERATURA EN EL FUTURO...
Estimado señor Nabokov:
lamentamos comunicarle que su novela “Lolita” no podrá ser publicada ni ahora ni en un millón de años. Las razones no estriban en la calidad de la obra, desde luego. Técnicamente, he de admitir que estoy impresionado ante una creación que domina de tal modo el vocabulario y emplea las técnicas narrativas con una soltura y un “ardor” envidiables, que no dudo podrá emplear con más éxito en una nueva novela más adelante. Sin embargo, es el argumento de su obra lo que imposibilita que ésta pueda ver la luz: la morbosa y decadente trama que encierra una relación más allá de lo estrictamente paterno-filial entre una niña de doce años y un cuarentón constituye, como usted muy bien sabe, una alteración del orden público que nuestro Líder no toleraría por el bien de los ciudadanos. Supongo que comprenderá que tenemos razones más que sobradas para no publicar su novela dado que, al ser de una naturaleza escabrosa que el Ministerio de Limpieza Moral se cuida de eliminar, supondría serios problemas para nuestra editorial. Espero que comprenda que la lectura de su obra me ha dado pie a suponer que quizá sea usted uno de esos autores de carácter subversivo que tanto daño infringen al Estado, es por ello que he avisado a los agentes del orden público para que vayan a hacerle una visita a su domicilio. Por favor, le ruego que al terminar de leer esta carta espere pacientemente a que lleguen a su casa. Es posible que su espera se prolongue, dado que últimamente escritores con obras similares a las suya les están dando trabajo. Pero no ha de preocuparse, su caso será tratado con diligencia, como es debido.
Reciba un cordial saludo de toda la editorial, donde deseamos tener noticias suyas para nuevos trabajos en un futuro no demasiado tarde.
Su respiración se agita... luchar con la muerte siempre fue agotador, sobre todo cuando ya no hay ganas de seguir combatiendo. ¿Puede oírme? Sí, creo que sí puede, mejor incluso que antes. Mal asunto. Miro sus manos y pienso en lo mucho que las recordaré más adelante, cuando ella no esté. Miro a mi alrededor y veo decenas de fotos de hijos, nietos y bisnietos. Miro buscando algo, sin saber muy bien qué, y por supuesto sin encontrarlo. Allí sólo reinan la desolación y los recuerdos ahogándose contra las paredes. No es la muerte lo que más destaca en esta vieja casa... es el olvido y el polvo de los años escurrido por la rendija de la puerta en las tardes interminables. No, apenas hay muerte en esta habitación. Al menos, no más que antes.
Suspiro y miro por la ventana desde la silla, al lado de su cama. Tengo que marcharme, o perderé el autobús. Miro a mi alrededor una vez más. Me despido del resto de presentes, le susurro a mi bisabuela unas palabras dulces en el oído y beso su rostro con cariño, recordando ocasiones en las que un "hasta luego" bastaba. De todas formas, ¿qué más se puede decir? Ya nada... hace tiempo que ha muerto ya, en realidad. Así que queda poco que decir. Suspiro contemplo de nuevo, desde el quicio de la puerta, su cuerpo tendido sobre el colchón. Y, una vez fuera de la casa, me estremezco al pensar que no sabré llorar cuando se haya ido del todo.