Bombardeo al País de Nunca Jamás

miércoles, 28 de abril de 2010

La infancia ya no existe. Este hecho, lamentablemente, ya era así en muchos países del Tercer Mundo, en los que niños con huequecillos entre sus dientes de leche se veían obligados a cargar con unos fusiles que les atenazaban los miembros, o debían trabajar hasta desfallecer para mantener a sus familias, u otro montón de catástrofes más que aún hoy están lejos de desaparecer.




Pero, dejando a un lado esas terribles realidades, tampoco en los países desarrollados la infancia ha sobrevivido. La cultura actual ha superpuesto a las edades jóvenes y adultas –que no maduras- en un nivel superior al resto: superando estas edades, somos progresivamente más decrépitos e inútiles. Y los que no han llegado aún a esos años, los niños…están sentados en una aburrida sala de espera, aguardando impacientes a que llegue su turno para poder hacer todo lo que estas sociedades les han enseñado a soñar. La infancia es un incómodo tiempo de anhelo por llegar a esos efímeros años triunfadores que se esfumarán rápidamente y nos convertirán en personas que nunca fueron niños, pero que ahora son viejas.


Los chavales ya no quieren ser chavales. Ya no quieren jugar, ni leer, ni aprender, ni mantener ese halo de inocencia que arropa a los niños y los protege de la realidad por un tiempo, y que luego suele ser recordado con nostalgia por muchos. A los niños no les interesa protegerse, porque no creen que sea necesario. Lo único que necesitan son alzas para entrar en las discotecas, apariencia para sacar alcohol de los supermercados, y colirio para sus ojos rojos. Y, por supuesto, dinero para poder permitírselo.


Cuando los veo caminar por las calles en grandes grupos, con un aire de fingida seguridad, siento una punzada de angustia y pena en mis entrañas. Y me invade la necesidad de detenerlos y decirles la verdad, la para ellos terrible verdad: que la vida y sus problemas van mucho más allá de ser eternamente jóvenes y guapos, de hacerse amigos de los camareros para tener chupitos gratis, de encontrar un buen sitio para hacer botellón, de tener aliados que les consigan el tabaco y demás. Mucho más allá de ser fotocopias idénticas de lo que ven en televisión, de perder el sentido antes de que llegue la hora de volver a casa y de vomitar en las esquinas. Quisiera decirles todo eso y mucho más. Que se den la oportunidad que otros no tienen de ser niños, de disfrutar algo que nunca volverá. Todo eso y mucho más. Pero sé qué ocurriría: me mirarían con sus pequeños ojos maquillados y muy abiertos, fingiendo escucharme, y sonreirían con condescendencia. Así que me callo y sigo mi camino.


CONVERSACIÓN NOCTURNA

lunes, 19 de abril de 2010
A veces
me acuerdo
suavemente
de ti.
Y recuerdo
de repente
lo intenso
que es
follar.

¿Y SI JESUCRISTO MURIESE DE VIEJO? (Reflexión esquizofrénica sobre un "hipatético" más allá)

lunes, 12 de abril de 2010



¿Por qué las personas necesitan creer en algo? Es una pregunta con una respuesta sencilla: el temor a lo desconocido nos hace precisar teorías que nos permitan suponer, con más o menos seguridad, qué hay después de la muerte. Y, más concretamente, que tras la muerte hay algo mejor. En retrospectiva, vemos que la religión católica siempre ha pregonado bajo la bandera de la posibilidad de un vida eterna y maravillosa junto a Dios si, y sólo si, se cumplen unas determinadas normas. Comienza aquí el conflicto entre evangelio y negocio: ¿dónde está la diferencia? ¿Hasta qué punto es creíble que para disfrutar de una supuesta vida eterna y feliz haya que cumplir un determinado canon? ¿Por qué un individuo que, por ejemplo, envidia a otro, debería expirar una supuesta culpa? No siempre es culpa de las personas sentir rencor o envidia hacia otras, ¿por qué deberían pagarlo?

Hasta aquí, según mi muy humilde punto de vista, resulta inverosímil el hecho de que deba sufrir o, al menos, no ser plenamente feliz en vida para alcanzar una supuesta felicidad tras la muerte. Pero, claro está, muchos están dispuestos a creerlo por dos razones, a saber:

1. En todo caso, resulta más cómodo para algunos creer en una salvación que en el hecho de dejar de existir y de no ver jamás a los seres amados.

2. Culturalmente, la Iglesia presenta estas teorías sin dar pie alguno a plantearse los porqués. Así pues, siempre es más fácil creer de antemano en lo que se nos dice y no pararse a reflexionar sobre algún tipo de alternativa.

En definitiva, el miedo sigue siendo un poderoso motor comercial que permite conseguir del ser humano una suerte de sumisión que resulta más que rentable. No obstante, si bien otras instituciones religiosas juegan también con la necesidad de seguir unas normas para alcanzar la salvación -pensemos en el Nirvana, la reencarnación o cualquier otro tipo de purificación e inmotalidad-, es la Iglesia la que más ha conseguido multinacionalizar este negocio del miedo.

Es humano verse impotente para aceptar la teoría de que todos dejamos de existir. Lo que no lo es es usar esta impotencia y el temor que la acompaña y a partir de ellas crear un sentimiento de culpa por no seguir la serie de normas necesarias para alcanzar la salvación. "Soy humano", piensan los creyentes, temerosos; "no puedo pasar toda mi vida sin cometer un pecado, es imposible". En ese momento es cuando surge la figura del redentor. Es un ser humano nacido para morir, y ésa es su función. Si un supuesto Mesías hubiese llevado la vida que a todos nos cuentan de Jesucristo pero no hubiese sido sacrificado, a nadie le habría importado. ¿De qué le sirve a la gente saber que un tipo hace más de 2.000 años resucitaba a los muertos? En ese supuesto, no nos está salvando a nosotros. Si, por el contrario, nos cuentan que ese hombre o mujer (sí, ¡mujer!) murió de forma terrible para que nosotros tengamos una parcelita en el más allá, la cosa cambia. ¿A quién le interesa un Jesucristo que murió de viejo? ¿O ahogado en un río? A nadie.

Así pues, lo que este hecho demuestra es que el ser humano no necesita buenas personas a la hora de hablar de metefísica. Necesita héroes. Y necesita que le aseguren que el tal Jesucristo quedó bien rematadito y ascendió a los cielos. Y, una vez más, la Iglesia emplea esa necesidad para sermonear con violentos mensajes de truculencia salpicados aquí y allá con coletillas tipo "la bondad del Señor", "la paz eterna"o "la gloria del Espíritu Santo". Y pretende que nos parezca lógico que el 25 de diciembre cantemos villancicos y nos alegremos de que ha nacido un niño precioso sin pararnos a pensar que en unos años le van a dar para el pelo.

En conclusión, qué se puede decir... Resulta evidente que soy profundamente atea, pero también soy partidaria de que cada uno crea lo que guste. De lo que no lo soy es de que una institución arcaica (y, en vista de lo visto, con más marrones ocultos de los que creíamos) se aproveche de ello. Me alegro de no creer en un supuesto más allá, porque estoy a salvo de las sotanas (eso sí, con el más profundo respeto a quien se limita a evangelizar por su vocación). Lo que a mí nadie me puede negar es precisamente de lo que más segura estoy: de que tras la vida hay muerte. Después... ya veremos.

UMBRA

jueves, 8 de abril de 2010


Oh, dueña de mis días,

Reina de mis noches,

Que agitas mi carne fría

Y desnudas mis blancos huesos

Sin que yo lo perciba,

Dejando mi triste cuerpo

Cambiar muerte por vida.

De nuevo volvía a soñar con ella. Con Umbra. Con Sombra. Sombra de mi vida, de mi cuerpo, de mi alma. Sin llamar, cruzó el quicio de la puerta de mi habitación y con un dedo sobre sus finos labios me miró con complicidad, mostrándome un paquete sobre su blanca mano.

Con cuidado de no tocar ninguno de los cables que contra mi voluntad conducían alimento hasta mis venas, se sentó sobre las mustias sábanas de hospital que cubrían mi cuerpo y, en un movimiento de mago experto, descubrió el paquete que reposaba sobre su mano de difunta. Era una tarta con cuatro velas. Con una sonrisa descarnada, me miró y susurró:

-Sabes qué día es hoy, querida? –Ante mi silencio (en mis sueños jamás podía hablarla, pero ella pasaba siempre este hecho por alto), continuó: hoy hace cuatro años que nos encontramos y que te mostré el camino a seguir. –Mirando a su alrededor, a las cuatro tristes paredes que me encerraban, me acarició con su voz de cristales: -no lograrán separarnos, cariño. Tú eres toda mía. Tú me seguirás a mí.

Se inclinó sobre mí, de modo que podía sentir su frío aliento rebotar en mi frente; y con sus brazos blancos, finísimos, hechos de la misma ceniza que la propia muerte, Umbra aproximó la tarta a mi rostro mientras decía:

-Sopla. Por muchos años más. Pero recuerda, no puedes comerla. Sólo soplar. Por nosotras. Después…fuera el pastel.

Miré sus ojos hundidos y brillantes, único signo de vida en su rostro fantasmal y vacío. Después, los míos descendieron hacia la tarta que flotaba ante mí, con sus cuatro velas ardientes. Y, haciendo acopio de mis pocas fuerzas, soplé.




domingo, 4 de abril de 2010

El ambiente estaba cargado, pero era yo mismo, con mi respiración inquieta y mi cuerpo agarrotado de puro nervio, quien empañaba aún más el aire enrarecido que me rodeaba. Jamás en toda mi carrera me había topado con un tipo así… había oído hablar de ellos casi a diario, claro, y había estudiado montones de casos similares, pero encontrarse frente a uno de ellos es demasiado chocante. Y eso en la facultad no te lo advierten, desde luego. “Frialdad profesional” –me digo-, “sólo se trata de un caso más…y después otro, así que acostúmbrate”. Él me miraba desde su silla, fumándose un cigarrillo que le habían dado los agentes poco tiempo antes. “¿Qué piensas ahora? ¿Qué tienes que decirme? ¿Cómo vas a justificar…”

- Supongo que querrá usted saber por qué lo hice –Exhalando el humo, el chico me lanzó una mirada cómplice que me estremeció de repugnancia. –Porque es usted el psicólogo, ¿verdad?

- Así es –respondí, sin dejar que lo que en ese momento sentía se percibiese en mi voz lo más mínimo.-Pero antes hay otras preguntas que debo hacerte. ¿Has tenido alguna vez en tu pasado alguna…

- Estoy dispuesto a responderle a todas las preguntas- interrumpió él, curvando su huesudo cuerpo para depositar la ceniza de su cigarro en el cenicero que estaba sobre la mesa, sin que el pulso le temblase lo más mínimo.- Pero antes déjeme contar por qué lo hice… me muero de ganas.

Mientras sentía la sangre agolpándose en mis sienes, asentí con la cabeza, invitándole a hablar.

- Gracias… Debe usted saber que ella era mi vida. Yo se lo decía siempre, sin ella nada tenía sentido para mí. Yo le daba todo… lo único que le pedía era fidelidad absoluta. No me gustaba que fuese con otros, siempre se lo decía. Al verla en la calle abrazando a ese tío… bueno, perdí el control. No recuerdo qué ocurrió, de verdad, mi memoria vuelve cuando ya están los dos en el suelo y yo manchado de su sangre… Él, muerto. Ella aún vivía. Tuvo tiempo para ver su error, yo siempre se lo decía.

-Hay algo que no sabes. El chico que la abrazaba era su primo.

De pronto, sus labios se curvaron en una sonrisa brutal, demente, inhumana, mientras me miraba directamente a los ojos, mirando dentro de mí. A continuación, estalló en convulsas carcajadas, mientras el humo se le escapaba de los dientes en horrendas bocanadas.

-¡Ja! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¿Por qué nunca me habló de él? –A continuación hizo un silencio, en el que sin duda debía esperar mi asentimiento lleno de camaradería. –Pero, ¿no lo entiende?-Exclamó, incrédulo, al ver mi semblante inexpresivo- ¡Había algo, seguro que había algo! Entre primos no es tan raro…

-Vamos a comenzar con las preguntas…- comencé yo. Pero él no me escuchaba. Ni siquiera era a mí a quien se dirigía ya. Tras apagar el cigarrillo, se cruzó de piernas, relajado, terriblemente sonriente, con la paz de quien ha hecho lo que debía. Con una feroz mueca de plena satisfacción y seguridad en su rostro vacío.

- Yo siempre se lo decía…-continuaba él, mirándome sin verme en realidad. –Que la amaba, que mataría por ella. Y ella se reía, agitando sus rizos rojos, incrédula. Pero ya ves, ¿quién ríe ahora? Ah, sí, ¿qué iba a preguntarme?