FUERA DE MÍ

miércoles, 28 de julio de 2010
Recuerdo, con una nitidez apabullante, todos y cada uno de los días de aquel verano que aún parece tan terriblemente cercano. Recuerdo los desvanecimientos, los mareos, los temblores. Las lágrimas, el dolor. Los dolores. Y el terror. El terror, sí. El pánico absoluto, la constante pregunta: ¿mañana será otro día igual? ¿Será otro día como éste? 











Sí, ésa era la respuesta: el vacío. El silencio. Y el horror; el horror de saber que, efectivamente, así sería el día siguiente, y el otro, y el de dentro de dos semanas, de dos meses... de dos años... El horror. Y la incertidumbre. En cierto modo, poco solía importarme qué ocurriría conmigo, si es que algún día fuese a ocurrir algo. Es mucho más doloroso pararse a pensar si realmente nos importa o no, porque con frecuencia descubrimos que sí. Y eso es terrible, porque descubrimos nuestro miedo. En otras ocasiones, descubrimos que no. Y eso es aún peor, porque nuestra vida no vale nada si nada nos ata a nosotros mismos.

Parecía que aquel verano no acabaría nunca... que aquel tormento jamás llegaría a su fin. Y el único sueño de una persona tan llena de sufrimiento es que todo cese. Aún me visitan en sueños, tanto si duermo como si no, aquellas noches de verano tan frías, tan viscosas, con la cabeza bajo la almohada y un rictus amargo en los labios con las palabras "Muérete. Por favor, muérete. Quiero morirme, quiero morirme, quiero morir, quieromorir, quieromorir,morir,morir,morirmorirmorirmorirmorir..." Aún hoy las recuerdo, y pienso que, desde luego, no son tan lejanas como quisiera. A veces, mordiéndome los labios con rabia, me digo que por supuesto, que claro que no están tan lejos como deberían. Es que deberían estar a años luz, no haber existido; ni siquiera en otra vida... si es que yo fuese capaz de creer en ella. Qué difícil es tener fe en nada, cuando se duda de lo que nuestros propios ojos ven. Cuando todos a tu alrededor aseguran que todo cuanto ves es falso, no queda nada a que aferrarse, sino es la pregunta ¿qué me ata a la puta realidad, si es que existe?

En cualquier caso, parece que todo pasa. La vida fluye como un torrente de chorros cristalinos y, en ocasiones, dolorosos y agudos; y nos deja un sabor amargo enlos labios que el tiempo va borrando y sustituyendo por otros nuevos. Hoy no cabe mirar atrás (y, no nos engañemos, alrededor) con rencor, con dolor o con angustia. Sólo puedo sentir en el pecho un profundo sentiemiento de gratitud, por todo lo que ha pasado y por el hecho de sentir que depende de mí si eso vuelve o no. Creo que éste es el momento con el que llevo tantos años soñando: no aquél en el que la lucha ha acabado (ya que, de hecho, si no hay nada por lo que luchar la vida puede ser incluso un tremendo castigo), sino esos momentos en los que la lucha se nos antoja fructífera, viable, merecedora del esfuerzo.

La vida vuelve a ser mágica; los acontecimientos vuelven a tener algo que decirme, alguna lección que susurrarme al oído aún dolorido. Caminar por la calle vuelve a ser fácil, sostener la mirada de las personas puede incluso llegar a ser agradable y escuchar conversaciones ajenas vuelve a ser un vicio oculto pero inevitable. Descubro, con estupor de recién nacida, que todo se me antoja bello casi como en una novela ñoña: la perfección de cada pluma en el vuelo de un pájaro crea la más perfecta obra de arquitectura y, sólo por permanecer en un rincón de la calle asistiendo al espectáculo, me puedo dar por afortunada. La sonrisa de una persona cualquiera en la calle me trae un cosquilleo al rostro y me recuerda que, si quiero, también yo puedo forzar las comisuras. Porque soy capaz. Vuelven a mí los placeres cotidianos: dormir al sol, fumar tumbada con los pies en alto, apoyar la cabeza en cualquier rincón de la nada y dejarla correr, salvaje... Porque donde ayer hubo miedo, hoy queda una herida cicatrizada. Donde hubo lágrimas, hoy hay esperanza. Donde hubo frustración, hoy queda optimismo. Porque donde estuvo Umbra, hoy estoy yo.

El mar

viernes, 2 de julio de 2010
Nada más abrir la puerta, Julio notó algo extraño en la atmósfera. Un hedor a soledad y abandono, con retazos tal vez de traición. Tras entrar y cerrar la puerta tras él, recorrió con mirada suspicaz cada rincón del inmenso salón que se extendía ante él. “¿Carla?”, llamó, sin poder evitar un cierto temblor en su voz. Nadie respondió desde las profundidades del monumental chalé. Sin embargo, aquello no significaba nada. En muchas ocasiones, su mujer no le respondía cuando le hablaba, así que podía encontrarse en cualquier rincón de la casa, leyendo o lo que diablos fuera. Julio subió con cierto esfuerzo las escaleras del chalé y se dirigió a la habitación de su esposa. La imagen que se encontró no le sorprendió demasiado: cajones y armarios abiertos, perchas sobre la cama, ni una sola prenda de ropa. Y, coronando el caos reinante, colgaba del techo una grotesca figura: atado a la lámpara se encontraba el fular que él mismo le había regalado por su cumpleaños, atado con un nudo corredizo como si de una horca se tratase. Julio no puedo reprimir la sonrisa que se dibujó en su cara, como un gesto reflejo. Carla siempre había sido algo excéntrica, la verdad. “Bueno”, pensó, “ya está. Se ha ido”. En efecto, para él esto no era, ni mucho menos, una sorpresa. Hacía meses que su mujer y él usaban habitaciones diferentes del gran palacio en miniatura que ocupaban. Él, como director de un importante banco, pasaba largas temporadas fuera de casa y, bueno, el distanciamiento era… inevitable.
Con un suspiro cargado de nostalgia, alivio, o quizá vacío de todo sentimiento, Julio cerró la puerta del dormitorio de su mujer y se dirigió al suyo para cambiarse de ropa. Lo que allí encontró le heló la sangre en las venas, golpeándole el rostro como un fenomenal bofetón. Su caja de caudales estaba abierta y, por supuesto, vacía. Sin poder reaccionar aún, Julio se sentó en el borde de la cama mientras contemplaba el oscuro agujero de la caja, antes ocupado por gruesos fajos de billetes escrupulosamente contados y colocados. Mientras su mente se debatía entre la furia y el desconcierto, su mirada tropezó con una nota sobre la colcha de la cama que contenía la afilada letra de su mujer, de ángulos agudos e imposibles. Los atónitos ojos de Julio la recorrieron con ansiedad: “Cariño, como puedes ver he decidido marcharme, desaparecer de tu vida y no volver a molestarte nunca más. Por eso, me llevo una pequeña ayuda, así no tendré que atosigarte y te dejaré en paz. Sé que no le darás demasiada importancia ni te empeñarás en recuperarlo, porque los dos sabemos de dónde han salido estos milloncitos, ¿verdad? Por si acaso, me he llevado también de recuerdo algunas fotos que dudo que te gustase que salieran a la luz, tú ya me entiendes.” Julio enrojecía conforme sus ojos descendían por el papel, sintiendo la ira ocupar cada músculo de su cuerpo. “Por cierto,” seguí su mujer, He cogido el coche grande para largarme, odio esta ciudad. Y para que no m guardes rencor, te he preparado tu cena favorita. Au revoir!”
La furia se apoderó por completo de Julio, cegando su mente y sus sentidos. Entre gritos y maldiciones, arrojó cuanto encontró a su paso mientras de su boca brotaban espumarajos de pura rabia. Cuando logró calmarse, bajó las escaleras para dirigirse a al cocina en busca de una cerveza. Al reparar en el plato que contenía su cena, un nuevo estallido de cólera nubló su mente. “¡¡PUTA!!”, vociferó al tiempo que arrojaba contra la pared un plano lleno hasta los topes de caracoles. Aquella era su cena. Y Julio odiaba los caracoles como nadie en el mundo.





La playa. Una pequeña cala desierta bañada por el sol y la soledad, donde se agolpaban los susurros de la naturaleza: el murmullo de las olas, los chillidos de las gaviotas, la respiración del ciclo natural que allí se desarrollaba, constante y alegre. La arena descansaba apilada sobre el suelo reflejando suavemente los rayos dorados, como una alfombra que transmitía la certeza de que siempre había estado y estaría en aquel lugar. Los granos, en un tranquilo devenir impulsado por la suave brisa, emitían un tranquilo calor hipnótico, capaz de sumir a cualquiera en un profundo y placentero sueño.
Más allá, el mar. Enorme, salvaje, agua y espuma unidas desplazándose de un lado a otro, emitiendo un rugido cálido y ronco; suave, constante y silbante; goteantes las finas hebras del líquido entre los ángulos de las lejanas rocas.

La playa. El mar. La arena. Y sobre ella, como un penacho de flores que alabaran la naturaleza pura, una mujer. Su cuerpo semidesnudo recostado sobre una pequeña toalla estirado, más sumiso a las formas de la arena, al calor del astro rey y los sonidos circundantes que a la propia voluntad de su dueña, abstraída en los pensamientos inútiles que a menudo visitan la mente en verano a modo de pasatiempo: “el mar, ¿refleja el color del cielo? ¿O es el cielo el que refleja el color del mar?” Como acto involuntario, sus labios se curvaron enana sonrisa momentánea, para luego volver a su posición anterior; entreabiertos, húmedos y salados, formando la pronunciación de una deliciosa letra “e” que moría en su garganta, sin llegar a ser nunca producida por sus cuerdas vocales. Entre sus pies de dedos largos y sus estiradas piernas de bronce se deslizaba la arena con la que jugueteaba y que le regalaba su calor. Su vientre subía y bajaba sereno al compás de una respiración larga y laxa, la de alguien que no tiene prisa ni nada que hacer y se regodea en su ociosidad. También sus pechos se desplazaban suavemente, inclinados con ligereza hacia direcciones opuestas, como si los oscuros pezones que los coronaban hubiesen reñido entre ellos. Los brazos se alargaban a ambos lados del esbelto cuerpo, capitaneados por sendas manos que contemplaban el transcurrir del tiempo por la piel calienta de la mujer. Ella, mientras con los dedos de la derecha jugueteaba con la arena, enterrándolos entre los granos y dejando que éstos se escurrieran lentamente, sostenía con la izquierda un cigarrillo que se consumía despacio, dejando caer sus restos sobre la arena eterna. A cada calada y expiración del tabaco, ella podía observar cómo el humo ascendía hacia el azul absoluto e inmenso del cielo libre, tan libre como ella. Entre sus párpados entreabiertos podía divisar las redondas y brillantes partículas de plata que el sol depositaba sobre sus pestañas, como un regalo del cielo que desaparecía al abrir los ojos por completo. Como una segunda alfombra, su pelo rodaba salvaje sobre la arena en una maraña de bucles castaños y brillantes, revueltos, libres y salados tras el baño.

“¿Qué hora será?”, se preguntó. El solo hecho de mirar el reloj que se encontraba en su bolsa le producía pereza. “Seguramente, Julio ya habrá llegado a casa –se dijo, con una risita-. Menuda cara de capullo se le habrá quedado”. Suspiró, dejando salir una gran bocanada de aire y humo de su cuerpo, tan liberado y feliz como si hubiera estado haciendo el amor durante horas.

Lo cierto es que en un primer momento la idea del abandono había asustado a Carla, temerosa de dar un salto tan importante en su vida que podía conducirla a la desgracia. Pero ¿qué más desgracia podía tener? Hacía ya tiempo que había descubierto con estupor que Julio la engañaba. Luego llegaron las ausencias, lo silencios o, lo que es peor, las feroces discusiones con objetos volando por toda la casa. ¿Era vida aquello? ¿Era aquello justo? “A la mierda. A la mierda. Que se tire a la zorra de su secretaria las veces que quiera. Total, seguro que ella también alucinaría bastante si viese las fotos… sería divertido. Yo valgo para mucho más que para mujer florero, para tapadera de mis marrones, sé apañármelas sola”. Y, satisfecha, comenzó a buscar a tientas otro cigarrillo cuando, de pronto, algo se interpuso entre ella y el sol, interrumpiendo levemente la agradable sensación de calor que recorría su piel. Abrió los ojos, sorprendida, y se encontró ante ella un joven que la observaba y sonreía con simpatía.

-¡Hola!- exclamó, casi a modo de disculpa-perdona que te moleste, pero no he podido evitar “fijareme” en que estás en el mismo hotel que yo.

Su habla y su acento delataban su origen italiano, detalle que a Carla le resultó sumamente agradable. Sin embargo, cierto recelo, ella inquirió:

-¿Cuál?

-El “Mar de sueño”, ¿no?-respondió él, llevándose las manos al bolsillo del bañador y dejando ver un cuerpo aún más interesante que su acento.

- Sí-sonrió ella-, así es.

Él le tendió una mano mientras se presentaba: -Fabio.

Mientras la estrechaba, ya incorporada, ella respondió: -Carla.

-¿Te gustaría… tomar algo? –Ofreció el joven con timidez.

-De acuerdo, me visto y vamos –Accedió Carla mientras se anudaba el sujetador del bikini. Mientras se vestía, lo observó con curiosidad. –Pareces muy joven, ¿qué edad tienes?

-23 años.

-¿Y has venido aquí tú solo?

-No, no –replicó él distraídamente- vine con mis “patres” a veranear, pero me apetecía “conocere” a alguien con quien salir un poco.

-Genial, entonces. –Sonrió ella. –Aquí me tienes.

“Es simpático,” pensó, “parece un buen chico, habrá que ver lo que pasa…”

-Entonces, ¿puedo invitarte a una “cereveza”? –Sugirió el joven con media sonrisa incrédula.

-No –replicó Carla. Ante el asombro de él, le posó una mano en el hombro y continuó –A ésta invito yo, Fabio. Quiero brindar a la salud de alguien.