De escaleras y ridiculeces

miércoles, 31 de agosto de 2011

De nuevo, me encuentro ante el primero de los ocho eternos escalones que me separan del suelo. Noto el rojo teñido de negro de la sangre que fluye por mis venas y golpea mis piernas palpitantes de pura rigidez.

De nuevo, mis pies permanecen inexplicable e inamoviblemente pegados al suelo, unidos a él por una fuerza que me rodea y trasciende mis sentidos. Mi cerebro abotargado comprueba de nuevo, con estupor, que mis rodillas se niegan a doblarse, como aquejadas del mal que sufren las articulaciones de una marioneta muerta.

De nuevo, trago saliva. Y trato de concentrarme. Primero una pierna, luego la otra. Seguro que resulta más fácil una vez dado el primer paso. Pero ¿cómo se hacía? Levantar un pie al tiempo que la rodilla contraria va flexionándose paulatinamente para permitir al cuerpo descender el primer escalón. Un ejercicio de coordinación curiosamente cotidiano.

De nuevo, trato de probar otra alternativa. Quizá no pensar sea lo mejor. Pensar en lo que hacemos no tiene por qué significar que lo estamos haciendo mejor. Sólo que somos conscientes de lo que estamos haciendo. Pero no, así tampoco funciona. Mi mente también comienza a trastabillar en mi cráneo, porque sabe que estoy tratando de engañarla. Y eso no le gusta nada. No, de pronto comienza una extraña excursión a lo largo de mi cerebro, viajando de un lado a otro de mis pensamientos y mis recuerdos, de aquellos que juraría que ya no estaban allí. Y, como por arte de magia, mis confusos sentidos empiezan a bifurcarse y a investigar con una pasmosa –e irritante- exactitud la situación en la que me encuentro: estoy parada ante una escalera y no sé qué hacer para enfrentarme a sus peldaños. Para no variar, estoy cargada de bártulos que probablemente no utilice, pero que hacen que mis brazos estén ocupados y mi peso, incómodamente escorado hacia un lado –frecuentemente, el izquierdo-. Además, l a barandilla está sucia –esto también varía en raras ocasiones- y en el ambiente flota un hedor leve pero ciertamente perceptible. En todo caso, lo suficiente como para que desee salir de mi pequeño y estúpido drama cotidiano lo antes posible.

                                     

Resoplo con fastidio: ante mis ojos, los escalones acaban de aumentar su altura y disminuir su grosor hasta alcanzar unas dimensiones imposibles que me hacen sentir segura de que mis pies –no pequeños precisamente- no serán capaces de mantenerme en equilibrio sobre una base tan inestable.

¿Por qué?, me digo a mí misma. ¿A qué viene esta impotencia? ¿Acaso esto significa que en realidad no deseo bajar estas escaleras? Siempre me ha resultado mucho más fácil subirlas que bajarlas, ¿tiene eso algún tipo de significado? Quisiera pensar que quizá soy una persona más preparada para esforzarse que para resolver situaciones en las que sólo hay que dejarse llevar. Pero eso deja demasiado espacio a mi ego. Otra opción es que prefiero el ascenso a la bajada, a un viaje a niveles más bajos. Y eso, desde luego, no se me antoja para nada una virtud.

Para cuando despierto de esta y de otras reflexiones tan inútiles como improbables descubro, no tan agradada como sorprendida, que ya he conseguido llegar al final de la escalera. Y sólo entonces se me ocurre pensar que quizá ésta es la única forma de actuar en circunstancias que nos superan: absortos en nosotros mismos, ajenos en cierto modo al exterior, pero con la vista más puesta en el frente que en los lados. Quizá no sea la mejor solución, cierto es. Pero al parecer, a veces da resultado.